Tras un examen cuidadoso de mis rasgos faciales, el oficial de inmigración del Aeropuerto Internacional de El Cairo selló rápidamente mi pasaporte y entré en Egipto, no por primera vez.
Cuatro horas antes había llegado al aeropuerto Ben Gurion y abordado un avión fletado por la Asociación de Periodistas Extranjeros, junto a una delegación distinguidade corresponsales internacionales e israelíes con su equipamiento. Por más de una hora hicimos cola para pasar los controles de seguridad. Cada cable, cada cámara, cada computadora y cada batería fueron rigurosamente escaneados. Ya en el avión, desafiando todas las normas de seguridad de vuelo, se amontonaban trípodes pesados en el pasillo e inmensas cámaras de televisión entre los asientos y un aluvión de idiomas llenaba el espacio.
El viaje fue corto pero la emoción era notable, en un Medio Oriente colmado de grandes noticias. Siete meses atrás se habían firmado en los jardines de la Casa Blanca los acuerdos de Oslo entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina. Los dos líderes, Itzhak Rabin y Yasser Arafat, se reunirían nuevamente para firmar el acuerdo de El Cairo, por el que Israel se comprometía a retirarse de las ciudades palestinas de la Franja de Gaza y de la zona de Jericó, permitiendo el establecimiento de la Autoridad Palestina.
Hacia el oeste del aeropuerto, El Cairo me parecía como surgido de la tierra. La mayor parte de la construcción era de color arena con toques de blanco. Altas palmeras con racimos cargados de dátiles marrones decoraban los bulevares y cada cincuenta metros un soldado o un policía u otro uniformado estaba parado en posición tensa, de espaldas a la carretera para evitar que alguien cruce la calle y ataque el autobús de la prensa internacional procedente de Israel. Pareciera como si la mayoría de la población de la ciudad vistiera uniforme. Es probable que el presidente Mubarak haya desplegado la mitad de su ejército en las calles de la ciudad para mantener el orden e impedir manifestaciones. El Primer Ministro de Israel llegaba ese día a El Cairo y a pesar de que el acuerdo de paz entre ambos países ya había cumplido quince años, Israel y los israelíes no eran populares en Egipto. Yo pensé que es también un método bien conocido de los tiranos, como dictadores y populistas en otros lugares en los que viví, de mantener a cientos de miles de funcionarios públicos agradecidos y dependiendo del gobierno con un salario exiguo, para sentirse seguros en el trono de la presidencia.
***
Nos dirigimos al auditorio de un amplio y moderno centro de conferencias. Sentado junto a la ventana en uno de los asientos delanteros del autobús, recuerdo la primera vez que visité El Cairo. Fue unos cinco años antes, cuando llegué para seguir de cerca una reunión de dirigentes regionales de alto nivel en un intento de poner fin a la Intifada y participé en una conferencia de prensa con el líder de la (OLP), Yasser Arafat. En esa época, los periodistas israelíes tenían prohibido bajo pena carcelaria entrevistar privadamente al por entonces considerado archi terrorista Arafat y varios columnistas israelíes famosos nos reclutaron, a mi y a otros corresponsales extranjeros, para legalizar el encuentro como internacional.
El caudillo palestino nos recibió en una pequeña sala de hotel. De baja estatura, sentado en un sillón de grandes dimensiones tras una mesa baja y enfundado en un traje de caza marrón claro, con una de esas chaquetas llenas de bolsillos, su turbante ¨keffiyeh ̈ almidonado y su pistola enfundada, Yasser Arafat, notablemente emocionado, nos dijo que era «un momento histérico«, en lugar de «un momento histórico«, un inocente error de pronunciación en inglés, que quedó conmigo como una anécdota divertida e inmortal.
***
En el centro de prensa preparado por los egipcios con todo lujo de detalles había teléfonos y faxes e incluso conexiones de módem. Yo había traído mío propio y pelé los cables de cobre para poder conectarlo a la línea telefónica y transmitir un artículo al periódico en Buenos Aires desde mi computadora portátil. Los servicios de comunicación sólo podían pagarse en moneda local y para hacer el cambio había un «banco», por así llamarlo. Un empleado vestido de traje y corbata estaba sentado ante una mesa de un metro por un metro sobre la cual se había extendido un paño de fieltro verde como en un casino, cubierto con ceñidas pilas de libras egipcias, dólares, francos suizos y libras esterlinas y junto a ellas un gran cuaderno y una calculadora a pilas. Cada cambio de dinero era calculado y anotado lenta y meticulosamente y los billetes contados en voz alta.
***
Después de escribir y despachar un par de informes para las radios en Madrid y México tuve tiempo para ir al famoso zoco de El Cairo a comprar una alfombra, tratando de adivinar qué habría elegido Aialá para la decoración de nuestro hogar. ¨Una alfombra para el pasillo¨ fue su único pedido para este viaje y ¨que lo disfrutes, veas las pirámides y vuelvas pronto».
El tráfico hacia el antiguo mercado de la ciudad era caótico y el taxista que nos llevaba, a mí y a un periodista canadiense, maniobraba con la habilidad de un esquiador en una pendiente arbolada mientras lanzaba maldiciones y daba nerviosos bocinazos. Automóviles modernos y antiguos, carros tirados por caballos y burros, autobuses repletos que parecían vomitar a algunos de sus pasajeros y una telaraña de bicicletas, llenaban los cruces. Había líneas divisorias blancas pintadas a lo largo de las calles, pero para los conductores locales parecían sólo una sugerencia porque los vehículos se mezclaban en un enjambre que no se asemejaba en nada a una fila, avanzando en visible desorden como si hubieran hecho un pacto de caos y desobediencia. Los valientes peatones que cruzaban entre los parachoques se salvaban de morir atropellados por algún milagro divino. «Estoy mareado», me dijo mi colega mientras se aferraba con fuerza del asidero situado encima de la ventanilla de su lado, «estuve una vez en Mumbai, en la India y aquí el tráfico es aún peor». Yo seguía atado al asiento y a los pocos minutos llegamos al mercado.
Los olores de las coloridas especias expuestas en los estantes invadieron de inmediato mis fosas nasales. Un humo blanco con olor a fritura y a carne asada se elevaba de los puestos de comida a la entrada de los anchos pasillos techados, atestados de magníficas tiendas de dulces, zapatos, ropa y artículos de cobre. Aquí se podía encontrar de todo y por supuesto, telas y alfombras. Un océano de tapetes de lana de camello, de esos que ya conocía de mis visitas a Sinaí cuando era posible viajar a Nuweiba sin cruzar fronteras. Quedé absorto por la riqueza y el colorido del mercado, pero tenía poco tiempo y una misión. Palpé una alfombra color arena con una caravana de camellos marrones bordada pero el tendero del diminuto local ya me mostraba otra con pirámides y otra con gaviotas y pareciera que su estrecho quiosco se estiraba y crecía. Las que rechazaba las volvía a doblar con la misma destreza con la que las había desplegado.
En la misma galería y en los callejones cercanos había decenas de vendedores similares pero ya no podía salir de las garras de este.
El vendedor, un anciano encogido que vestía una ¨J´alabía¨ gris, no se mostraba dispuesto a aceptar una respuesta negativa y continuaba desdoblando y doblando moquetas, hasta que le indiqué una con palmeras de colores pálidos que combinaría con el tono del pasillo entre las habitaciones de casa. Me dijo el precio en árabe y lo explicó con las manos. Hice con los dedos una oferta mucho menor y en pocos segundos inventamos un lenguaje, llegamos a un acuerdo, nos dimos la mano e intercambiamos dinero por alfombra.
***
Sobre el iluminado escenario del foro de convenciones, los jefes de estado y los ministros de asuntos exteriores alternaban como actores de un espectáculo internacional. Trabajaron durante meses para alcanzar éste tratado, pero los detalles finales todavía se estaban ultimando aquí, en el escenario, frente a las cámaras de televisión y había drama: Rabin notó que Arafat no firmó los mapas adjuntos. Comentaristas a mi alrededor explicaron que el líder palestino debía mostrar al mundo árabe que lo están empujando a aceptar este convenio, que no cedió.
Otros estimaron que quizás se olvidó o no estaba de acuerdo con las líneas finales trazadas en los mapas, o que tal vez las páginas se pegaron entre sí al firmar. Yo pensé que éste ilusionista estaba tratando de hacer trampa a plena vista. Parecía realmente un circo, el presidente Mubarak pronunció una maldición «Ya Kalb» (perro) hacia Yasser Arafat. Pude ver con mis propios ojos a distinguidos políticos jugando a las pulseadas, como vendedores ambulantes en el mercado.
Algunos de los discursos eran en árabe, un idioma que no logré aprender a pesar de intentarlo más de una vez. Dejé mi pasaporte y me llevé dos dispositivos del sistema de traducción simultánea. Uno, que transmitía en el idioma del discurso, lo conecté a mi grabadora a cassette para tomar cortes de voz e incluirlos en los informes de radio, para poder acercar a mis oyentes al hecho histórico. El otro, para escuchar la traducción al inglés y anotar citas en español en un cuaderno y junto a ellas los números de referencia de la grabación, para más tarde encontrar fácilmente los segmentos a transmitir.
En un momento de respiro, me encontré en el aseo con Javier Solana, el ministro de Asuntos Exteriores de España. Durante los últimos meses se sumó al esfuerzo diplomático, visitó Israel varias veces y me reconoció en sus conferencias de prensa. De pie uno junto al otro en el urinario revestido de mármol y adornos arabescos, nuestras miradas se cruzaron y fluyó también la conversación. Era como un descanso de la realidad y mientras relajamos nuestras vejigas yo no era el periodista y él no era el ministro. Me contó un detalle menos conocido sobre el acontecer detrás de la escena. Resulta que había gran ira y caos y los representantes de Israel y de la Autoridad Palestina discutían en voz alta en una habitación distante. Yo era veinte años más joven que él, terminé mi asunto antes, esperé hasta que se lave de sus propios restos y nos despidamos con un apretón de manos.
De regreso al recinto me encontré con la reportera de la radio que compite con la mía en Madrid. «Entrevisté a Solana en un lugar donde tú no puedes», le dije y ella, deteniéndose un momento y con cara juguetona, me preguntó: «¿Eh, sí? ¿Cómo está su polla? «Eso es ¨off the record¨ dije, sin mejor respuesta que darle.
***
Me comprometí a informar también para una estación de televisión hispana en Estados Unidos y tenía que rodar el ¨stand-up¨ para mi reportaje en las oficinas improvisadas de la agencia de noticias AP, en el hotel Four Seasons Nile Plaza donde me alojaba.
Se trata de un impresionante edificio de estilo occidental revestido de mármol y de enormes dimensiones ubicado a orillas del río Nilo. Ya era de noche y sus luces se reflejaban en el marrón de las aguas y brillaban en la oscuridad como los ojos de gatos faraónicos. Decenas de empleados de servicio caminaban por el vestíbulo y la cafetería, o empujando carritos de dos pisos atestados de equipaje y todos parecían muy ocupados.
Los técnicos de la televisión instalaron un puesto de transmisión en el balcón de la habitación y las luces parpadeaban en el río detrás de mí. Ligeramente maquillado para ocultar el brillo de sudor en mi frente y mejillas, debía repetir mi breve texto frente a la cámara. Como siempre me resulta difícil aprender frases de memoria, aún las escritas por mí mismo, las registro previamente en mi grabador a cassette, me pongo un auricular oculto en un oído y repito el dictado en voz alta y con naturalidad. Me filmaron una vez y suficiente. Después grabé toda la narración del artículo con el mismo micrófono y los productores enviaron el paquete vía satélite a Miami.
Cuando salí del hotel, el autobús de los periodistas con el que debía regresar al aeropuerto ya había partido. El vuelo estaba planificado para despegar en aproximadamente una hora y media y no veía a ninguno de mis compañeros de viaje. No quería perder el avión y quedarme solo en El Cairo. Aialá y los niños me estaban esperando. Había salido hacía sólo veinticuatro horas pero no veía el momento de quitarme los zapatos y caminar descalzo por el suelo de mi casa. Sólo vi las pirámides desde lejos pero eso quedaría para otro momento.
Me subí a un taxi en la entrada del hotel y el destartalado vehículoempezó a moverse. El taxista hablaba sólo árabe pero entendió «airport». En la recepción del hotel me dijeron que el viaje tardaría algo más de media hora.
Durante los primeros minutos vi cómo se iba durmiendo la ciudad. Los cafés se vacíaban de los hombres que los ocupan habitualmente, los comerciantes bajaban las contraventanas de hojalata y se iban apagando las luces. Transcurrieron unos minutos más y viajamos en completa oscuridad. Sólo el ruido vacilante del motor perturbaba el silencio que se había apoderado de El Cairo. Estaba oscuro como en la novena plaga de Egipto, literalmente.
De repente el auto se detuvo. El chofer apagó el motor, murmuró algo que no entendí, abrió su puerta y salió.
***
¨Menos mal que aún no me he quitado los zapatos¨, pensé en ese momento, ¨en el mejor de los casos me robarán y me dejarán tirado en medio del desierto¨. Un escalofrío de miedo recorrió mi espalda, estremeció mi nuca y me secó la boca.
Vi de reojo que el conductor abrió el maletero y sacó de allí algo, que no logré identificar.
Me acurruqué en el asiento, atormentado por el pensamiento de que de todas las situaciones peligrosas por las que he pasado, terminaré mi carrera aquí, en un callejón oscuro de la capital egipcia, no como un hombre libre sino prisionero de mi miedo. Sudaba y el maquillaje que no alcancé a quitarme comenzó a gotear sobre mis ojos, haciéndome llorar. El conductor seguía detrás del automóvil y no me atrevía a girar la cabeza; emanaba de él un fuerte olor a combustible cuando se acercó al costado del auto y vertió un litro de nafta de una botella de «Pepsi» en el tanque. Luego volvió a meter el trapo que servía de tapa en la abertura, cerró el maletero, subió al auto y lo puso en marcha.
«¿Shu?» -pregunté en mi inexistente árabe, tratando de recuperar el aliento-.
De su detallada respuesta entendí más o menos que había alquilado el coche para trabajar por unas horas y no quería dejar su costoso combustible para los que vienen después de él. Con las gotas de nafta calculadas me llevó al aeropuerto y agradecido por mi vida le pagué, agregué una generosa propina y me bajé del auto.
Pero rápidamente me dí cuenta de que era el «airport» equivocado. Desde allí sólo salían vuelos locales. Enarbolando mi pasaporte y mi pasaje de avión, corrí los quinientos metros hasta la terminal internacional y me encontré con un guardia de seguridad de «Arkia» que me acompañó apresuradamente hasta el vuelo.
Una azafata con expresión seria cerró la puerta del avión detrás de mí antes de que pudiera sentarme. Sudado y jadeante, estaba por fin camino a casa, con una alfombra de lana de camello.
Interesante aventura. Respecto de los acuerdos de Oslo es interesante como entraran en la historia futura: si como un acto ingenuidad y buenas intenciones entre 2 pueblos y 2 mentalidades opuestas y antagonistas, o como un fallido capitulo en la historia de un conflicto centenario. La definicion de Mubarak «Ya Kalb» es mas exacta que la occidental de archi terrorista respecto a Arafat, ya que no mucho despues de recibir el premio Nobel de la paz, el rais enviara desde Iran el buque «Karine A» con 50 toneladas de armas a Gaza. Hoy lo sabemos: laicos o jihadistas, el concepto occidental de paz es para ellos «Hudna» (tregua). Rabin percibia las trampas, pero Peres estaba ingenuamente feliz, creyendo hacer historia.