El general de infantería Karl Heinrich Von Edelstein siempre había sido madrugador. Desde sus primeros años en la escuela militar de Postdam, y luego como cadete en Dresde, estaba en pie a las cinco en punto con las botas relucientes y las sábanas estiradas. El oficial de su escuadrón, un tal Hansel Beglech, se divertía haciendo rebotar sobre su frazada una pelota para demostrarles a los otros gandules cómo debía hacerse una cama. Esa disciplina ciega e inflexible le había llevado lejos. Sin mencionar que había templado su voluntad y conferido una imbatible confianza en sí mismo, pues cuando las cosas se hacen como se deben, el orden impera y las sorpresas son imposibles. No por nada lo habían condecorado con la cruz de hierro de primera y segunda clase, con la orden de caballero teutónico y con las cruces hanseáticas de Bremen, de Hamburgo y de Lubeck. Uno no se apodera de Rotterdam sin un temple de acero y no lidera sus unidades Panzer hasta París sin un entrenamiento implacable. Sus dotes de mando y su aguante eran genéticos. Provenían de su padre, descendiente de una noble familia militar de Sajonia y de su madre, hija menor de un general bávaro.
Sus patillas plateadas y su cráneo despoblado eran admirados y temidos por pares y subalternos.
Su desasosiego empezó un jueves de octubre de mil novecientos cuarenta y uno, a las cinco y dos minutos de la mañana. Fue precisamente a esa hora, pues desde que Karl Heinrich Von Edelstein habitaba en la suite del hotel Ritz, se metía bajo la ducha helada a las cinco en punto. Ni un minuto antes, ni un minuto después, pues si se demoraba, el café que madame Laforge le traía dos minutos antes de las cinco perdía su aroma, dejaba de quemarle tan placenteramente la lengua y un polvillo se depositaba en el fondo de la taza. El general se enfurecía cuando el último sorbo le dejaba la lengua cubierta de posos.
—¡Este café ha sido recalentado! ¿A qué hora lo preparó? —se quejaba a la sirvienta que, temblando, le pedía disculpas.
—¡Ach! Estos franceses. No conocen la precisión —murmuraba para sí.
Eran las cinco y dos o, más bien, las cinco y tres, cuando el general, después de frotarse la pierna izquierda con un cepillo de cerdas, miró sin prestar mayor atención el agua que se arremolinaba por el desagüe. En ese momento, tuvo una sensación de lo más desagradable. Alguien lo estaba observando. La mirada provenía de abajo e, instintivamente, se protegió el miembro y los testículos con ambas manos. No pensó más en ello pero, a la mañana siguiente, a la misma hora, volvió a sentirse acosado por una presencia que provenía del fondo de la bañera. Esa noche durmió mal, dio vueltas en la cama, se tapó y destapó mil veces con las sábanas. ¿Qué le sucedía? Ni en lo más álgido de sus misiones, ni cuando los cañones retumbaban y las botas se hundían en el lodo, había dormido tan mal. Durante aquellos últimos meses, después de dar órdenes de fusilamiento y de la deportación a Drancy de los untermenshen, había dormido como un recién nacido. Afortunadamente, porque era indispensable reunir energías para impedir el caos en esta ciudad, ciertamente rebosante de arte, pero ¡tan degeneriert!
Al cabo de tres mañanas entró a la tina con determinación. ¿Qué era eso de sentirse intimidado por una ducha? ¡A dejarnos de niñerías! Pasados unos minutos, no pudo evitar protegerse el miembro con ambas manos, así como hacían los maricas que, de tanto en cuanto, le tocaba interrogar.
—¿Quién es el descarado que me está examinando?
Esta vez inspeccionó el baño de cabo a rabo. Todo estaba en orden, la ventana cerrada, y vecinos, no los había. Madame Laforge, su criada personal, mantenía todo al milímetro. Al no descubrir nada y, justamente por ello, sintió un escalofrío que superó diciéndose: ¡unmöglich! (imposible).
Durmió fatal durante las noches siguientes. Soñaba con ojos, miles de ojos que lo observaban desde el techo y cuyas pupilas le seguían al menor movimiento. Despertaba exhausto y, cuando se metía a la ducha, el bajo vientre y las nalgas se le contraían mientras que los testículos se escabullían en el perineo.
Pasadas dos semanas, convocó a un asistente.
—¡Alguien se ha metido en mi baño! ¡Revise bien el lugar e infórmeme de inmediato! —
El cabo trató de disimular su sorpresa. Dos días más tarde le informó:
—General, hemos examinado todas las paredes, el techo y el piso de su baño. Los dos muros externos dan a la Plaza Vendôme. Hemos rastreado cada trecho de construcción hasta el sexto piso, pero no hemos descubierto ningún lugar donde esconderse. Tampoco los soldados que hacen guardia fuera del hotel han observado ningún movimiento anormal. Hemos revisado los paneles del baño que dan a su suite. Nada sospechoso. El suelo corresponde al techo del OberbefhlsleiterWilheim Reiss. Antes de que llegásemos para liberar París, vivía ahí un americano, un tal Ernest Spencer. Lo hemos localizado, pero no entiende nuestras preguntas. Ya lo detuvimos y, si usted lo ordena, le vamos a refrescar la memoria. En cuanto al techo, lo habitan varias palomas. Les disparamos a todas.
—¿Y Madame Laforge?
—La hemos arrestado y estamos interrogándola.
Fuera de chillidos, desmayos, cagaderas y dos entierros, nada salió en claro de los interrogatorios. La embajada americana jamás resolvió el misterio del joven escritor Ernest Spencer desaparecido durante la ocupación de París y nadie reclamó a madame Laforge, la mucama solterona.
Con el pasar de los días, el general se mostraba más ojeroso y delgado.
No lograba alegrarse durante las noches de baile de los domingos en el gran salón del Ritz, no disfrutaba de la langosta regada con champaña, del pollo relleno de trufas ni de las tartas de manzana caramelizadas al Calvados.
Una noche, al entrar al baño a lavarse las manos, le pareció oír voces; provenían de la bañera. Cuando empezó a correr el agua del grifo, los sonidos se apagaron. Determinado a atrapar al conspirador, el general dejó la puerta entreabierta y esperó detrás del dintel. Pasada una hora se sacó las zapatillas y volvió a entrar de puntillas. Se sentó sobre el bidé y aguzó el oído. Percibía una conversación, estaba más que seguro. ¿Lamentos de mujer? La queja provenía del drenaje de la tina. A pesar del espasmo que le agarrotaba el vientre se subió a la artesa y pegó el oído contra el agujero.
—¡Emanuel, ya estoy harta de vivir escondida! —gritaba una voz femenina—.¿Cuándo vamos a salir de aquí?
Un hombre contestó:
—Mientras sigan los alemanes, aquí nos quedamos. Ya has visto lo que pasa por la calle. Quiero seguir llevando el apellido Stern por mucho tiempo y llegar a tener hijos contigo.
El general, exultando por el descubrimiento, retiró la oreja.
Fue entonces cuando, a través del conducto, vio un iris celeste que lo miraba. El ojo se desplazó rápidamente y la voz ordenó:
—¡Emanuel, cállate, hay un nazi ahí afuera!

—¡Soldat! ¿Werist Emanuel Stern? (¿Quién es Emanuel Stern?).
—¡Soldat! ¿Cuánto mide una tubería de desagüe?
—¿Weichen? ¿mein general? (cuál).
—De una tina.
—Dos o tres centímetros de diámetro, mein General.
—¡Soldat! ¿Werist Emanuel Stern?
Karl Heinrich Von Edelstein parecía perplejo. ¿Unos saboteadores escondidos en las cañerías de drenaje de su tina? Con estos judíos, comunistas y francmasones todo era posible. Aun así, prefirió no ordenarle al cabo que dinamitase el baño. Esa orden podía malinterpretarse.
Durante los meses siguientes, estuvo tan aturdido que firmó las listas de fusilados y de deportados a Drancy sin darse cuenta de que faltaban algunos nombres. Al ser advertido por su superior de que no había cumplido con la cuota de arrestos, agregó otros trecientos en vez de doscientos cincuenta, enredando las cuentas del Estado Mayor. Puso un cero de más a la multa de un millar de francos que la población judía de París debía pagar para cubrir las reparaciones de un atentado, y llegó a la hora precisa, pero un día después a una reunión con líderes de la Wehrmacht.
El Oberstgeneral lo convocó para una conversación amigable. Le insinuó que lo notaba cansado y le recomendó tomar vacaciones. Esa propuesta lo hirió como si le hubiesen arrancado los galones frente a un pelotón. ¡Él jamás estaba cansado! Al salir del aposento, el superior le dijo con tono condescendiente:
—Deje ya de obsesionarse por ese nombre, mein General derInfanterie. Hemos removido los archivos de París de arriba abajo, y en esta ciudad no existe nadie con el nombre de Emanuel Stern.
¡Qué humillación! A pesar de la incredulidad de jefes y subalternos, él sabía que tenía razón. ¡Ingenuos! ¡Todos unos naïven!
Cada día, al entrar en el hall del Ritz, echaba una ojeada disimulada a la lámpara de araña de la entrada, un candelabro que pesaba una tonelada, para ver si oscilaba, fijaba la vista en los vitrales tratando de descubrir el pasaje de una sombra fugaz y daba golpes con los nudillos en las columnas de mármol verdes para verificar si alguna era hueca.
Decidió seguir enfrentándose al enemigo, solo. Lamentablemente, cada vez que levantaba una pierna para instalarse dentro de la artesa, sus testículos y sus nalgas se contraían.
Deprimido, pospuso las investigaciones para más tarde y le pidió a mademoiselle Fannie, la nueva mucama, que dejase siempre el tapón de la bañera colocado.
Llenar una tina demora diez minutos más y, desde ese día, el general tuvo que despertarse a las cuatro y cincuenta.
La repercusión inevitable de este cambio de horarios fue la reprogramación de la preparación de su café para las cinco cuarenta y ocho.

NB: ¿Quizás el general VonEdelstein no estaba delirando? Después de la victoria de los aliados y la liberación de París se descubrió que el barman, Frank Meier, había logrado esconder su descendencia judía y, respaldado por el dueño del hotel, había escondido a resistentes en los sótanos y habitaciones secretas del Ritz.

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