Cada año, al finalizar las vacaciones estivales, con los zapatos aún crujiendo de arena y la piel cubierta de sal, mi hermana y yo íbamos a matricularnos al colegio Franco-Peruano de Lima. Entre borrones y tachones le deletreábamos a la secretaria el nombre completo de nuestra madre y el de nuestro padre: Lucía FlorescuDumitrascu de Schul y José Schul Goldenberg. La empleada, aturdida por la sonoridad de nombres tan poco castizos, se comía siempre algunos caracteres: del Schul nunca oía la ese del inicio y algunas veces tampoco la ele final y terminaba por escribir Chul o Chu, transformando ese patronímico tan germánico en un típico apelativo cantonés. Cuando llegaba al Florescu escribía automáticamente Flores sin entender que esa aromática palabra precisaba rematarse con unas absurdas ce y u. Ignoraba, con mucha razón, que el “escu” es la terminación típica de los apellidos rumanos, así como el “insky” lo es de los polacos, el “ian” de los armenios o el prefijo “Mac” de los escoceses. Ni menciono la ge después de la erre simple cerrando el Goldenberg, una total aberración fonética, un verdadero trabalenguas. ¿Desde cuándo se escriben en español dos consonante seguidas sin una vocal engarzada en el medio?
Gracias a la vigilancia de mi hermana, quien corregía los errores de la secretaria, mi nombre nunca fue Vivian Chu Flores. Los profesores peruanos pronunciaban el Schul con algo de dificultad y los franceses articulaban la u al modo galo: aguda, estridente, y poniendo los labios en forma de pito mirando al cielo.
Existen países xenófobos donde se desconfía o se considera inferior al extranjero. No es el caso del Perú, donde todo nombre de origen no español o quechua se cubre de una pátina de distinción y adquiere un sabor extraterritorial que despierta curiosidad y admiración —especialmente si se trata de un apellido de origen inglés—. Y ello, a pesar de ser grotesco, cacofónico o de herir mortalmente la sonoridad de la lengua cervantina (algunas muestras, sin querer ofender, son Mocofonescu, Kaganowitch o Kukuchian). Es por ello que nunca tuve problemas con mi nombre. Es más, siempre me pareció exótico y más interesante que un sencillo Ramírez, Molina, Huamán o Gómez Sánchez. Mejor sin duda que el de mi compañera de banco, María Fernanda Duturburú, con tantas úes de corrido, o que el apellido de Rigoberto, mi primer enamorado, que al tener frenillo y no poder pronunciar las erres, siempre se trababa al hilvanar el Rigoberto RothermanRuperstock.
Así como puedo ostentar tantos apellidos, poseo también tres pasaportes y cada uno está registrado con un nombre diferente. En el pasaporte peruano está mi apelación de soltera, Vivian SchulFlorescu, ya que jamás registré mi matrimonio en el Perú. En el pasaporte francés que recibí al casarme, aparece Viviane SchulFlorescu, esposa de Amselem, y en el israelí, más práctico y por ende más escueto que los anteriores (quizás más machista también), solo se lee Vivian Amselem.
Diversidad de nombres que no he sabido aprovechar como es debido y que, por el momento, solo me ocasiona gastos. Por ejemplo, cuando necesito certificar la posesión de algún documento, siempre pago el doble, pues es obligatorio matricularlos según el nombre inscrito en el pasaporte. Está de más decir que para ahorrarme una tercera parte, jamás menciono mi credencial francesa.
Pensándolo bien, en vez de estudiar medicina, hubiese podido entrar en un país con un nombre y salir con otro, y enriquecerme, quién sabe, gracias al contrabando, al tráfico de drogas o de armas. En vez de ello, pierdo mi tiempo escribiendo historias imaginarias, arrastrando a mi personaje Emanuel Stern por épocas y países, y reproduciendo, gracias a las memorias de mi padre, mi historia familiar.
¿Es quizás una manera de descubrir finalmente cómo me llamo?
¿Por qué escribir una autobiografía?
(Vivian)
En el preámbulo a sus memorias, mi padre escribió esta frase:
«Se dice que la muerte llega realmente cuando ya nadie piensa en uno. He cumplido noventa años y por lo tanto, no falta mucho para mi primera defunción, la física. La segunda depende de mis recuerdos y de los amigos que los lean. Espero que durante algunos años, algún miembro de mi familia se pregunte: fue músico, químico, ¿y qué más?».
Esta es la única frase algo dramática del prólogo. En el resto, lejos de mostrarse afectado, José se disculpa por su introducción: «Escribir un prefacio para mis cinco posibles lectores es algo exagerado».
¿Por qué esa necesidad de relatar sus memorias antes de morir?
Él mismo da la razón. Explica que a los veintiséis años, mientras vivía en Oriente Próximo, se enteró de la muerte de toda su familia. Al principio no creyó que fuese verdad. Años más tarde, al dolor de la pérdida se superpuso un sentimiento de frustración: ¡sabía tan poco de ellos! Nunca había conversado realmente con sus padres o con sus tíos, no les había preguntado, no había tratado de averiguar más detalles sobre sus vidas. ¡Si solo hubiese sabido entonces, en su juventud, que ni los años ni los días, ni siquiera los segundos que constituyen una biografía son ilimitados! Como todo joven lo ignoraba y por ello la desaparición de su familia le dejó para siempre interrogantes no resueltos. A los noventa, para reparar esa laguna, decidió contar su biografía. Resolvió inmortalizarse no solo a través de su ADN, sino también gracias a un testamento escrito, una epístola destinada a sus descendientes.
Si mi padre sintió esa necesidad fue, además, porque él mismo era uno de los pocos supervivientes de un mundo que se había desvanecido. Un mundo que, por ejemplo, no conocía la electricidad. En la mansarda de la casa paterna de Brashov, el joven José había instalado un viejo colchón de paja. Gracias a la luz del farol de la calle que se erguía frente a la ventana, leía hasta avanzadas horas de la noche. La lámpara funcionaba con gas y en invierno un hombre venía a encenderlo a las seis de la noche. En verano, gracias a la luz del día, mi padre subía al granero más tarde. El calor bajo el techo era sofocante y abría la ventana; a eso de las cuatro de la madrugada ya tenía sueño y quería dormir, pero le molestaba la luz. Sacaba entonces por la ventana una vara que tenía preparada de antemano y él mismo apagaba la llama del farol. Aspiró tantos vapores tóxicos que el médico de familia lo envió a una cura en las montañas creyendo que tenía tuberculosis.
Tampoco había antibióticos y su hermano menor falleció antes de cumplir los cinco años. Tengo fotos de ese niño rubio de ojos azules sentado sobre un caballo y arropado con un vestidito bordado de campesino rumano. Todas las fotos de su madre, es decir de mi abuela paterna, Paula Goldenberg, muestran a una mujer triste y de luto. Jamás se repuso de la muerte de su benjamín. Mi padre siempre ha dicho con pesar que su hermano falleció justo un año antes de que se inventaran las sulfamidas. En sus memorias es muy parco hablando de la muerte de su hermano Freddy. Solo dice que después del entierro sintió un dolor que nunca desapareció. Hoy miro las fotos en el álbum familiar que de modo sorprendente llegó hasta Lima. En ellas aparecen siempre su hermano, mi padre y su prima Eva. Sonríen, están disfrazados, corren o se abrazan y es visible lo mucho que se aman.
Después de aquel triste evento el joven Schul se convirtió en hijo único, con todos los engreimientos que esto implica, pero, además, la responsabilidad de ser el único depositario de las expectativas familiares.
En aquel mundo no se conocían las fibras sintéticas y la gente se vestía con ropas de peso mastodóntico, arrugadas, sin duda manchadas, que permanecían húmedas durante semanas después de la lluvia y cuya higiene distaba mucho en parecerse a los estándares actuales. En caso extremo, se podía dar la vuelta al abrigo y coser de nuevo el forro ocultando así el desgaste. Contaba mi madre que cuando iban a comprar un corte de tela para hacer un traje, lo examinaban durante un buen rato bajo todos los ángulos, lo estiraban y al final, la prueba determinante: le pedían al vendedor un retazo y acercaban una llama a una de las caras del paño. Si la tela quedaba intacta del lado que no se había chamuscado, era de calidad.
Las pinturas para las paredes precisaban de una preparación laboriosa. Ser pintor de edificios era toda una profesión y cuando no era a base de aceite, su resistencia a la intemperie debía ser menor a la de nuestros acrílicos. Supongo que por ello, en las fotos que conservo de los años veinte del pasado siglo, a pesar de ser en blanco y negro, los muros parecen siempre sucios y descascarillados.
En Rumanía la radio apareció a comienzos de los años veinte. Contaba José que mi abuelo, un entusiasta de las nuevas tecnologías, trajo una de esas consolas sonoras a casa. Impaciente, la encendió para que su madre oyera. Una voz femenina y sensual que cantaba en húngaro emergió de su interior. Mi bisabuela paterna, Antonia Hoff de soltera, escandalizada ante tanta insolencia, le dio un bofetón a su hijo y le ordenó que sacara inmediatamente a esa prostituta de detrás del mueble.
La alimentación, cuanto más lubricada, mejor. Pedazos de carne cubiertos de espesas salsas exudando saín, patos al horno crujientes y velados por capas de grasa solidificada, dulces chorreando crema, mantequilla y mermelada. Mis abuelos paternos, en un arrebato de modernidad, se habían dejado convencer por su médico y las revistas extranjeras reconvirtiéndose a la cocina ligera. Reemplazaron la tradicional grasa de ganso por ese líquido amarillo «desprovisto de calorías» llamado aceite, que usaban con generosidad.
Quizás habían reemplazado en ciertas casas las grasas animales por el revolucionario aceite vegetal, pero para los húngaros las verduras crudas eran tabú: indigestas y fuente de toda clase de enfermedades. El marciano concepto de ensalada era inimaginable. Un amigo de la familia, al regresar a Transilvania luego de una estancia por la Rumanía tradicional, se instaló en la cocina y llamó a los vecinos para hacerles una demostración del arte culinario del Mar Negro. Rodeado de impacientes espectadores le pidió a su madre con aire de «ahora verán ustedes» que le lavase un tomate crudo. Bajo su mirada espantada, cortó el tomate, le puso sal y engulló una rodaja cruda. El efecto no hubiese sido mayor si hubiese comido un plato lleno de lombrices o cucarachas vivas. Su madre le obligó a tragar varias cucharadas de aceite de ricino. ¡Esos bárbaros de rumanos eran capaces de ingerir cualquier infección!
En aquel entonces, quien podía leía libros de modo obsesivo. Se creía que todos los males eran producto de la ignorancia y que solo la cultura podría encaminar al hombre hacia un mundo equitativo. Ningún desastre acontecería mientras el hombre leyese, aprendiese latín y griego, supiese recitar poemas y escuchase música clásica. En las escuelas las lecciones de traducción latina y griega ocupaban una buena parte del currículo. A pesar de ello, fuera de algunos proverbios o de la primera frase de las Catilinarias de Cicerón («Hasta cuando Catilina abusarás de nuestra paciencia»), ni mi padre ni mi madre recordaban gran cosa. Eso sí, se sabían aún de memoria el monólogo de El Cid de Corneille y las poesías de Heine. La cultura podía ser aburrida como la latina o maravillosa como la francesa, pero asociada al progreso de la técnica y de la ciencia, sería la panacea de la humanidad y la guardiana de la justicia.
En el mundo transilvano vivían juntos húngaros, rumanos y alemanes. Estos últimos habían llegado siglos atrás desde Sajonia. Existía también un buen número de gitanos (sin los cuales la música de esas zonas sería sosa) y, ucranianos. Las relaciones entre todas estas nacionalidades eran decentes y distantes. Los sajones despreciaban a todo aquel que no hablara la lengua de Lutero. Los húngaros se sentían superiores a los rumanos y al resto, pero admiraban en secreto a los alemanes. Los rumanos miraban por encima del hombro a los gitanos y a los ucranianos. Y estos últimos, a su vez, se tapaban la nariz al mencionar a los romas.
Mi padre, que no era considerado ni gitano ni ucraniano ni húngaro ni tampoco rumano o alemán, hablaba húngaro con sus padres y alemán con sus abuelos. Aprendió el rumano en la escuela. Formaba parte de un pequeño grupo de gentes que durante siglos, si no milenios, había habitado alrededor de los Cárpatos y que llegó ahí quién sabe de dónde. Se dice que vinieron desde la otra ribera del Mediterráneo acompañando a las legiones romanas, quizás como esclavos de Roma. Con el desmoronamiento del imperio romano no pudieron regresar al sur ni volver a cruzar el Mediterráneo y permanecieron allí. Otros dicen que provenían de la conversión masiva de la población del Imperio de los Cazares. Otros de la mezcla de ambos. Nadie lo sabe con certeza.
Mi padre quiso dejar testimonio de todo aquello. De un mundo no solo de ayer, sino de antes de ayer, de un mundo desaparecido, desvanecido para siempre, arrasado por las guerras, los cambios geopolíticos, las tecnologías y los nuevos conocimientos.