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Por Patricia Winer

¿Quién o qué nuevo destino le espera a la casa donde me criaron  mis  yayos? Yo, Milena Vargas, firmando dentro de diez días la escritura de venta de un pedazo de vida. ¿En qué estaría pensando cuando acepté la reserva de ese comprador extranjero?  Si no tuviera  que vender… Apreté fuerte las llaves dentro de mi mano izquierda como si en ello me fuera la felicidad.

En el último año de mis cuarenta, tenía el fin de semana para despilfarrar a mi antojo. Me quedaban cajas por clasificar. ¿Qué mejor forma de escapar por un rato que hurgar en los recuerdos? reflexioné frente al portón macizo de la antigua casona familiar.La abuela siempre me decía: “Mile, cuando nosotros ya no estemos en este mundo,  mantén esta casa llena de música, baile y amor”. Creo que la abuela habría sido una excelente bailarina de tango, pero el abuelo no daba pie con nota y en esa época o bien te tocaba un bailarín o te aguantabas las ganas de bailar, salvo muy adelantadas excepciones.                                                                                                                                                              Durante los últimos veintiséis años alquilé la casa a los Janchuk, un matrimonio amigo de mis abuelos –en paz descansen– de muchísimos años. Los Janchuk dirigían su asociación cultural y utilizaron la casa como espacio de arte y escuela de tango.  La crisis económica tocó el escenario de los artistas y los Janchuk  fueron a bailar a otros continentes donde los esperaban sus nietos. Ante el precipitado viaje se vieron obligados a dejar muchas pertenencias.                                                                                                                                         

De niña, adoraba hacer rayuelas sobre las baldosas espejadas de la casa, contemplar los ventanales enormes que daban al patio oliendo jazmines y azahar.  Una vez oí como conversaban en secreto en el zaguán, dos bailarines retratados; las cuatro habitaciones eran salas de clases. Los techos altos y una imponente escalera de mármol gris me invitaban a subir a los sitios más recurrentes de mi imaginación.

La primera planta era una sala inmensa, seis columnas de yeso blanco sostenían el gran cielorraso que yo tantas veces había podido atravesar haciendo castings de sueños.  Habían dejado un sillón de terciopelo ocre con botones dorados, un par de muebles vintage y un Winco acunado en su cama de madera con delgadísimas patas y bafles incorporados.  Me arrodillé en el suelo en un rincón del salón y empecé a rebuscar entre fotos amarillentas. Vestidas con papel de seda descubrí las sandalias negras de charol, que aún mantenían el aliento del último domingo en que las había calzado. Asistí a clases de tango en la casa-escuela cuando estaba terminando la facultad. Me hice habitué de las milongas domingueras también.                                                                                                                                           

Nunca fumé, pero le di una calada profunda  a un  cigarrillo mentolado que encontré mientras doblaba enaguas de seda  y faldas con tajos imprudentes. Me enfundé en la red negra de un par de  medias que aprisionaron mis muslos, eché el cuello para atrás y exhalé lo que me quedaba de humo en la garganta. 

Sostuve mi pierna derecha en alto contra la descascarada pared  y ajusté la pulsera de la sandalia en el anteúltimo orificio. Lo mismo con la izquierda. Subí la cremallera de la falda corta y abotoné  la blusa ceñida dejando ver restos de guipiure importado. Encendí el Winco y logré sacar algunas melodías de un vinilo descuidado. Desde el vértice opuesto de la habitación marqué una diagonal imaginaria y la atravesé de punta a punta con ochos dignos de un ensayo final. Seguí girando y ocheando entre copas de Malbec hasta caer rendida en el suelo boca abajo casi, sin respiración.

Minutos más tarde sonó el celular. Me incorporé con torpeza y miré la pantalla con la esperanza de que no fuera ninguna urgencia pericial que requiriera de mi presencia. 

Inmobiliaria  leí en la pantalla. El comprador de la casa estaba de regreso en Argentina y me solicitaron permiso para que él visitara la propiedad esa misma tarde. Un viejo amigo lo llamó ni bien pusieron el cartel y el futuro propietario la reservó inmediatamente.  La curiosidad por saber cómo alguien compraba una casa por el aviso de un amigo me superó. Se presentaría en el domicilio a las cinco de la tarde. Eso me daba juego por un par de horas más y fue entonces, cuando di con la misteriosa caja.

Tenía un envoltorio deteriorado, las cintas de embalaje despegadas por los extremos dejaban ver una tela azul aterciopelada, que cubría algo más. Tomé la caja con cuidado, quité el papel que la cubría y cayó una etiqueta de envío ilegible, con un sello que ponía: “Devuelto al remitente / Destinatario inexistente”.  La abrí rápidamente… y encontré un bandoneón.                                                                                                                                           Mis pensamientos se aceleraron. Tras otra copa de tinto ensoñé todas y cada una de las memorias que creía perdidas y olvidadas. Las reiteradas campanadas del timbre hicieron que me levante de un salto. Me acomodé el cabello enredado y enderezándome la falda, corrí escaleras abajo y abrí.

El hombre me observó de arriba abajo y de abajo a arriba con ojos de lechuza insomne;  con una sonrisa entre tímida y atrevida murmuró: – Llegó el compadrito, pibón…– sentí que mi rostro era una mancha de óleo rojo y recordé inmediatamente que vestía de tanguera.  Intenté excusarme de mil maneras: que quería hacerme unas últimas fotografías, que me invadieron recuerdos y ni sé qué más. Sin animarme aún a mirarle a la cara lo invité a pasar. Lo acompañé por el recorrido de la planta baja de la casa; cuando pasamos por la tercera sala me atreví a observar: un cuerpo esbelto, una altura ideal para acompañar unas piernas largas como las mías con tacos de siete centímetros o más. Se veía como de cincuenta y siete. Cabello corto oscuro, pupilas con varias horas de café, dos arrugas pronunciadas en la frente. Me perdí en sus delicadas manos, poderosas, impecables.

                                                                                                                                                     – Está casi todo igual– afirmó. Lo miré como alguien que mira por primera vez el mar.                                                                                              – ¿Estuvo antes acá? –pregunté entre dientes.                                                                                                      

– ¿Subimos? –sugirió mientras que su brazo invitó a que me adelante.                                                                                                                                – Ssssi, sí, claro– pronuncié mientras subí explicando que había sido la casa de mis abuelos, que antes de morir quisieron…                                                                                                                                                                    – ¡Está acá!– gritó interrumpiendo mi relato en el último descanso de la escalera, desde donde se podía distinguir toda la sala.                                                                                                                                                – ¿Quién está? ¿Conoce la casa?¿Cómo se llama? No creo que “compadrito”… – sonreí disfrazando mis nervios. Me hizo un ademán para que espere unos minutos.

Se apresuró hasta el rincón del salón donde dejé la caja abierta con el bandoneón.

Me bastó contemplar la sutil manera con que apoyó sus dedos sobre los botones. Cómo acarició cada pliegue; la violencia necesaria con la que apretó las notas del instrumento contra su pecho.

– ¿Pablo? – susurré sin querer rescatarlo de ese escenario. ¡No lo podía creer!  Era el muchacho que parecía dejarse el alma empuñando un bandoneón, mientras yo lo espiaba cada semana. Tocaba con una fuerza tal, que con una mirada se llevaba con él a todos los demás músicos de la clase. Pablo tocaba como si se desarmara y armara otra vez en cada octava. Yo intentaba  adivinar qué dedo suyo apretaría cada uno de los setenta y un botones hasta sentirlo sobre mi piel. El pibe que componía utopías sobre mis labios. El de los besos imaginarios que engendraron hijos desgarrando mis vestuarios. Solo bailamos juntos un domingo, en la milonga. No regresó más. Cuando pregunté por él  nadie sabía absolutamente nada,  me decían que era mejor no preguntar.

Y ahí estaba, otra vez, en ese rincón de la sala. Tocando con el ímpetu del exilio, con la ira de lo arrancado, con la tristeza de lo perdido, con la impotencia de lo postergado.

Yo sólo sentí que tenía mis besos intactos para aliviarlo. Acaricié su cabello, deslicé mis dedos suavemente por sus manos y el bandoneón terminó en solitario sus notas inconclusas. Escuchamos el ritmo de nuestros cuerpos impacientes, con las piernas entrelazadas, un cambio de dirección, un gancho con respuesta; un toque, un enrosque, un vaivén.

Me rodeó con sus brazos por la cintura, eché mi cuello para atrás. Me susurró al oído más de lo que pude haber imaginado. Gozó de todos los acordes con la técnica que tan exquisitamente dominaba. En el vidrio del ventanal donde nació la noche, se reflejó una silueta y un fuelle abriéndose en su máxima extensión, para arrancarle uno a uno los últimos gemidos, a un gastado y viejo bandoneón.

Acerca del Autor

Patricia Winer

Patricia Winer (Buenos Aires, 1971) Poetisa de alma y escritora en ciernes. Diplomada como Contadora Pública Nacional, su balance arroja un cero en el stock de rencores, una columna de besos morosos y un haber de abrazos pendientes. Su piel sigue sudando rebeldía. Se instaló en la piel de una inmigrante. Es siempre pasajera en trance. Vive a orillas del Mediterráneo y naufraga entre las letras. Adora leer, bailar y los buenos vinos. Odia las despedidas y nada le molesta más que una noche perdida… Sabe que si no sueña no le queda nada y si se le acaba el mundo, lo volvería a escribir…
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