Cuando los días se acortaron, las nubes se tornaron densas y el color del cielo se volvió plomizo, decidí viajar.
A mi edad ya sentía el peso de los años, sabía que no sería fácil, pero bien o mal no perdería mi última oportunidad.
Pocos fueron quienes me animaron. Mis hijos insistieron especialmente en que abandonara este plan, que según ellos provocaría mi suicidio. Pensaron que mi participación pondría en peligro el gran viaje y que yo sería un obstáculo para los demás, provocando retrasos en la gran aventura. Mis compañeros de vuelo me presionaron. Querían ser los primeros en partir, los primeros en llegar, los primeros en elegir un lugar para acampar.
Y al amanecer de una mañana de otoño, ya sin dudas ni más retrasos, levantamos vuelo y partimos.
Éramos centenares, miles, un verdadero enjambre ruidoso en movimiento dibujando una nube negra en el horizonte y haciendo piruetas en el aire, pájaros de todos tipos y colores, decididos a volar hacia el Este, en busca del sol y del templado clima mediterráneo.
Migraciones similares se producían todos los años en esta época y de ellas participaban los jóvenes y los fuertes. Yo, mucho mayor, prefería quedarme quieto en mi rincón. Los que regresaban eufóricos contaban las grandes aventuras vividas, los mares y continentes visitados. Los escuchaba con interés y soñaba con que algún día llegaría allí.
El viaje fue largo. Miles de kilómetros atravesando Europa, ríos, mares, hacia el Este. Volamos en grupos, los guías, bien informados y familiarizados con la ruta, guiaban a la multitud inquieta. Eran libres, invencibles, iban al frente seguidos por los más jóvenes y atléticos. Yo pertenecía al grupo de los «veteranos». Volamos durante la noche, guiados por las estrellas, gastando la energía acumulada durante el día en los campos verdes, donde aterrizábamos para comer y dormir lo más posible.
Después de tres semanas de vuelos nocturnos ininterrumpidos llegamos a nuestro destino. Me sentía cansado, débil, extenuado, pero todos me animaron. Recibí elogios por llevar a cabo estoicamente la travesía y no ser una carga ni un obstáculo para nadie.
Poco a poco comencé a familiarizarme con el paisaje que veía a mi alrededor: un gran valle verde rodeado de agua, pequeños manantiales y montañas acogedoras. La temperatura era templada y la comida abundante. Me sentí feliz y en paz. Los dolores del cuerpo habían disminuido y ahora lo único que me quedaba era disfrutar.
Lo que inicialmente parecía un paraíso, poco a poco se tornó intolerable. Llegaron nuevas oleadas de aves migratorias, centenares, miles, desde Europa, con hábitos y costumbres diferentes y ahí empezó la confusión. Todos disputando por la proximidad del lago y la riqueza de los peces, todos compitiendo por la zona mejor ubicada y que abrigara el mayor número de amigos, compañeros de vuelo. También comenzaron peleas y rivalidad por las atractivas hembras, permanentemente codiciadas por los machos más fuertes.
La agitación de los pájaros y los gritos de sus pichones abrumaban el espacio y las montañas. Empecé a irritarme. Se me acabó la paciencia. Una tarde, sin despedirme, tomé la decisión de volar hacia el Sur.
Estaba solo, feliz y en paz. Me convertí en dueño de mi espacio y de mi libertad, había encontrado el lugar ideal. Campos de cultivo atravesados por caminos de tierra, pequeñas casas dispersas, construcciones grandes y primitivas que albergaban ganado y aves de corral para el consumo. Desde allí vi el mar que tocaba el infinito.
Desde lo alto de un frondoso árbol, observé el movimiento de aquel poblado de gente joven y sencilla que se desplazaba a pie o en bicicleta y de ancianos en carritos eléctricos. Bajé para conocerlos de cerca y desearles un buen día. Me sonrieron y elogiaron mis plumas coloridas y sedosas. Alguien me arrojó un trozo de pan. Lo cogí felizmente. Todo a mi alrededor irradiaba paz y tranquilidad. En el gran cobertizo conocí a Shoshana, la vaca lechera más productiva del lugar, galardonada con medallas y premios. Cuando la visitaba en el tambo, mientras la ordeñaban y le relataba historias de mi tierra lejana, se ponía celosa, porque «Shoshi», así la llamaban sus amigos, tenía curiosidad por salir a ver mundo, por ser libre, por viajar…pero ¿cómo iba a hacerlo, me preguntaba, con ese enorme peso y abundantes pechos?
Explorando la zona, volé más al sur y me sorprendió encontrarme en un lugar diferente. Más pobre, más abandonado y rústicos. Mujeres envueltas en ropas oscuras de pies a cabeza, centenares de niños jugando en terrenos abandonados, caminos de tierra que retrataban la pobreza y la dejadez. Me hice amigo de Muhamed, un burro robusto y trabajador, de ojos tristes y pelaje gris descolorido. Vivía en lo que se llamaba el territorio de Gaza, sirviendo como animal de carga y transporte para sus dueños, modestos agricultores que cultivaban naranjas. Al verme sonrió mostrando sus dientes grandes y mal tratados. Hablamos durante horas y él se quejaba de dolor de espalda, traté de aliviarlo con mi pico usando la técnica de acupuntura que me habían enseñado. Agradeció mi ayuda y atención. Cuando escuché la voz del Moazim, me despedí y volé a mi pueblo vecino.
Pasaron los meses. El invierno fue suave y moderado. Empecé a planificar mi ruta de regreso. Una vez más, unirme a mis compañeros y comenzar el largo viaje. Finalmente decidí no hacerlo. Estaba feliz, vivía en paz. Mis hijos, si quisieran, podrían venir a visitarme. Shoshana y Muhamed eran mis buenos amigos. Entonces resolví quedarme.
Una hermosa mañana el cielo fue cortado y pintado por el trayecto de bombas y cohetes que los enemigos lanzaban en nuestra dirección. Al principio eran pocos y esporádicos. Caían en terreno abierto y no causaban daños. Al intensificarse, acompañados del ruido estridente de las sirenas y las atronadoras armas, anunciaron el comienzo de una guerra.
La gente del pueblo corría asustada en busca de refugio. Varios cohetes cayeron sobre las casas, destruyendo parte del establo y mi amiga Shoshi resultó mal herida. Su cuerpo inerte y sangriento yacía inmóvil bajo la mirada curiosa y triste de sus compañeras.
Combatientes enemigos fuertemente armados surgieron de la tierra y con sus armas mataron e hirieron a quienes vieron frente a ellos. El alboroto y los gritos seguidos por el intenso intercambio de disparos lastimaron mis tímpanos, el claro cielo índigo se tiñó de gris y el fuego se elevó a lo alto del firmamento.
Se había terminado la calma de la región y ahora se sentía en el aire un fuerte olor a material quemado y destrucción.
Una noche, sin ser notado, decidí volar y visitar a mi amigo Muhamed. Quería sorprenderlo llevándole hierba fresca recién arrancada del suelo.
Ya casi estaba allí, cuando el cielo se iluminó y una gran bola de fuego vino en mi dirección. La luz era tan intensa que no pude ver nada frente a mí. Incapaz de esquivar y defenderme, fui abatido.
Mi cuerpo mutilado y mis plumas quemadas fueron encontrados días después entre los escombros del comedor comunal.
Mis compañeros de vuelo regresaron a sus tierras, y yo participé, viví y morí en mi única y desgraciada guerra.