En mi barrio, jugábamos al fútbol en terrenos baldíos o en las calles de tierra. La pelota de goma, que alguna vez fue roja y brillante, se había vuelto pálida y desgastada, hasta que un día se rompió. Perder esa pelota fue un verdadero desastre; no teníamos otra.
—¿Y si hacemos una de trapo? —sugerí.
La idea generó entusiasmo. Al día siguiente, cada uno trajo lo que pudo encontrar en su casa: corbatas, medias viejas y retazos de tela. Capa tras capa, creamos una pelota más o menos redonda, que cosimos con hilo y lana. Cada tarde, después de la escuela, nos reuníamos para jugar. La pelota de trapo no volaba lejos ni rebotaba como la de goma, pero tenía la ventaja de no doler al golpearnos. Incluso el más torpe mejoró, ya que la pelota tendía a quedarse cerca de los pies. No era un simple objeto inanimado; se convirtió en el emblema del barrio, un diamante de trapo que nos traía felicidad.
Con ella, inventábamos partidos épicos, enfrentábamos equipos imaginarios y soñábamos con ser grandes futbolistas. Sin proponérnoslo, unimos nuestras fuerzas para encontrar una solución conjunta. Después de cada juego, la zurcíamos juntos, tal como hacíamos con nuestros sueños y nuestras amistades.