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Por Diana Dimerman

El policía miraba a la mujer que tenía delante con escepticismo y sorpresa, ella no dejaba de repetir que era culpable.

-Puede pedir un abogado -le repitió por décima vez- o el estado le impondrá uno de oficio,

-No hace falta, le contestó ella con seguridad y hasta desparpajo. Yo lo maté, no hay nada más que decir, y volvió a ensimismarse en sus pensamientos.

-Usted va ir a juicio, es obligación del Estado proporcionarle uno.

El sargento Sotelo se levantó de su silla, se acarició la barbilla y nuevamente le preguntó

-¿Por qué lo mató?

-¡Pero ya se lo dije mil veces, no quiso quedarse un poco más!

El hombre sin uniforme y con unas insipientes canas en su sien, la miraba perplejo.

Sintió pena y hasta deseos de protegerla de su futuro atroz.

Siguió interrogándola, tenía que haber algo mas, no se creía esa boludez,

-Ustedes eran amantes, él estaba casado… ¿quiso terminar la relación?  preguntó para encontrar un motivo lógico.

-¡No! contesto la mujer, estábamos muy bien.

-Pero es incomprensible asesinar a una persona por esa causa ¿usted es consiente que le dio cinco puñaladas? En ese momento ¿que sentía?  ¿Rabia, furia, enojo? Tiene que haber algo más…

Sotelo tiró la lapicera sobre la mesa con bronca y decepción, la Bic reboto dando en el suelo y no tuvo más remedio que agacharse a recogerla.

Salió del cuarto dando un portazo, y repitiendo en voz alta “no puede ser, me está mintiendo”.

No hubo caso.  María Eugenia Lozada, 45 años soltera y sin familia, se mantuvo en sus dichos.

El abogado de oficio no tenía mucho por hacer, solo enviarla a unos exámenes psiquiátricos para que el juez decidiera si iba a la cárcel o a un loquero.

Había asesinado a Manuel Colace, casado, con el que mantenía una relación desde hacía cinco años.

Los informes psicológicos hablaron de un brote psicótico, la ruptura de la realidad en forma temporal y María Eugenia terminó en una residencia para enfermos mentales, que contaba con un sector para prisioneros.

Cuando llegó a su destino estaba tranquila, se podría decir que hasta contenta.

Pasaron varios meses. el sargento Sotelo nunca pudo olvidar ese caso, y por alguna extraña casualidad una tarde paso cerca del pueblo donde se encontraba la residencia, y con su credencial de policía, no tuvo inconveniente en visitarla.

Lo acompañó una celadora, caminó por pasillos iluminados, decorados con cuadros pintados por los internos.

Llegaron a un comedor donde unas veinte mujeres se distribuían en mesas de a cinco, era la hora de la merienda y María Eugenia Lozada estaba ayudando a servirla.

Se detuvo en la puerta observándola, una mujer normal charlando y sirviendo té.

Cuando la celadora la interrumpió para que vea a su visitante, ella se dio vuelta con una gran sonrisa.

-¿Me recuerda María Eugenia?- preguntó el hombre.

-Por supuesto. ¿Cómo está usted?- respondió sin dejar de sonreír.

Se sentaron en una mesa a unos metros del resto y después de unos saludos formales, Sotelo se animó a volver a preguntar.

-Por favor, dígame… ¿por qué lo hizo?

-Es muy simple: mire a su alrededor.  El sargento obedeció, pero nada le llamo la atención.

La miró nuevamente con expresión de pregunta.

Entonces y con su sonrisa más hermosa María Eugenia respondió: -¿No se da cuenta que ahora tengo una familia? Ya no tengo que mendigar que se queden conmigo… un poco más.

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