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Por Oscar Garza Villarreal

«No puedo ser el muerto y también echarme la tierra encima» – Refrán popular mexicano

Siempre habíamos sido cuatro. Para esto y para lo otro, cuatro.

Eramos también, esos mismos, los que entraban y salían de aventuras y problemas, sin siquiera saber cómo. Sin embargo, tras años de andanzas y sin aviso, llegó el día en que pasamos a ser solo tres, y una vez siendo un trío, perdimos razón y propósito. Simplemente, nunca más fue lo mismo y los tres que quedamos lo sabíamos, pero carecíamos del valor para admitirlo. Temerosos de decirlo abiertamente, permanecimos unidos por la culpa y la nostalgia, hasta que poco a poco nos fuimos desintegrando. Sucedió despacio, de conversación a conversación, de saludo a saludo, para finalmente llegar a ser solo fantasmas con rostros conocidos entre los pasillos.

Antes de la caída, me consta, teníamos lo nuestro y era algo muy propio. No nos interesaba formar parte de ningún grupo, club o pandilla. Éramos, más bien, una contradicción en la soledad de cada uno, de esas que surgen cuando el azar, el lugar y el tiempo coinciden. Ni siquiera nos hacíamos llamar por algún nombre en particular, pero había entre nosotros un acuerdo tácito de amistad. Camaradas de circunstancia, más que por elección. Todos teníamos más o menos la misma edad, asistíamos a la misma escuela y compartíamos una fascinación por las películas de terror, los libros de ficción y los juegos de video. Llegábamos incluso a entablar debates y discusiones sobre la supremacía de ciertos títulos sobre otros y los porqués. En aquellos tiempos, parecía de suma importancia probar ese tipo de cuestiones. Se trataba de los últimos espasmos de inocencia previos a descubrir el amor romántico y la atracción sexual.

Cada uno contaba con sus peculiaridades. Las mías destacaban por sí solas y me otorgaban un lugar aparte, pues se derivaban de la extraña condición en ser la única chica entre ellos. Con todo y eso, para mis amigos, yo era como cualquier otro, las mujeres eran una cosa muy distinta a mí, a quien llamaban Dany, a secas.

Todos vivíamos en la Senda de los Fresnos, la última calle de la colonia. Era aquí, justo al final de la manzana donde comenzaba nuestro territorio, nuestra base, el punto de reunión de incontables hazañas al borde del suburbio. Más allá de los límites de la rotonda, se extendía la cañada grande, hendida en su centro por un pequeño abismo y atravesada de par en par por un delgado puente de piedra, sin pasamanos y compuesto únicamente de un arco solitario, que parecía estar suspendido del propio cielo, con sus soportes bien ocultos entre la vegetación del arroyo. En aquellos años, jamás nos pasó por la cabeza que ese puente, con su reflejo invertido en el ojo de agua, en el que tantas veces asomamos los rostros, se convertiría en el lugar de nuestra separación.

Pasé años lejos aquel paisaje, deliberadamente evitándolo, más la casualidad y el sabor agridulce de los recuerdos, me fueron llevando hasta él. Las cosas habían cambiado. No puedo decir si lo hicieron para bien o para mal, pero lo cierto es que el sitio, tan definitivo en esos velados años de grandeza, no era ya como lo recordaba. En lugar de las casas con teja color arcilla y la pequeña barda de piedra que bordeaba ese fondo de saco que era nuestra calle, había un par de construcciones modernas, cuadradas y bien delineadas por vidrio y metal. En la ladera, donde antes brotaban hileras de pinos y uno que otro fresno aferrándose al desfiladero, se erigía un moderno edificio de apartamentos, que no dejaba divisar los cerros, y mucho menos, la cañada con su puente.

Aquella lejana tarde, sin embargo, nada de eso estaba ahí todavía. Se podía dejar correr los ojos por horas, siguiendo el vuelo de los zopilotes en sus interminables rondas alrededor de las cumbres, mientras uno se tumbaba al sol entre la frescura de la hierba y el calor de las piedras del monte.

Recuerdo que ese día, tras volver del colegio, había pasado la mejor parte de una hora, haciendo eso mismo, hasta que, satisfecha de contemplar el ir y venir de los cielos por sobre mi cabeza decidí ir a buscar a los otros tres.

—Buenas tardes Doña Lourdes. ¿Abelardo puede salir a jugar hoy? — pregunté con mi voz más respetable y convincente, pues la señora tenía fama de ser bastante estricta con sus propios hijos, pero un amor con los ajenos.

—Claro que puede, Dany. Tan pronto termine la tarea tiene todo el permiso para ir a donde le dé la gana— respondió dulcemente y luego volteando el cuerpo al interior de la casa tras de sí, agregó:— ¿Escuchaste Abel?  Apúrate con la tarea de inglés si es que quieres salir. Del fondo de la casa se escuchó algo ininteligible, parecido a un lastimero «ya voy» y supe , por el tono, que mi amigo tardaría al menos una hora en salir.

Crucé la calle, y sin más, abrí primero la pequeña reja y después seguí con la pesada puerta de forja a la entrada de la casa de los Berlanga. Eran tiempos en que echar llave y cerrojo aún no eran necesarios en las colonias. Casi todos se conocían y que alguien externo tuviese la osadía de entrar era impensable. Como dije, eran otros tiempos.

Era yo una comensal habitual de los Berlanga, así es que, al pasar por la sala, la señora Amalia, madre de los «cuates» Facundo y Fidel, mejor conocidos como Faco y Fido, apartó la vista un instante de su telenovela, para decirme:

—Pasa Dany. Están allá arriba en su cuarto— y acto seguido, volvió a lo suyo. Me encontraba ya sobre el segundo escalón, cuando agregó:

—Diles que ni se les ocurra salir sin antes bajar a la cocina todo el montón de vasos que tienen en su cuarto.

—No se preocupe señora, yo les digo o los bajaré yo misma.

—No mija linda, no es necesario. Quiero que ellos lo hagan. Esos dos «güercos» desobedientes me van a acabar llevando al panteón, te digo.

Me detuve frente a la puerta de la habitación. La había atravesado cientos de veces y conocía casi de memoria las numerosas calcomanías adheridas en desorden sobre ella, sin embargo en esa ocasión, un sentimiento me llevó a contemplarlas un momento, prestando atención a los detalles de cada una, como si fuera la primera vez. Ahora solo me resta una imagen amalgamada de todas ellas.

—Hey Dany. Ven siéntate. Un primo nos prestó, el «Doble Dragón II» y ya vamos en el nivel tres—dijo Facundo, moviéndose un poco a la izquierda para hacerme un lugar en la alfombra frente al televisor y la consola.

—Pero nos están dando en la madre— intervino Fidel— con ésta, ya van cinco veces que perdemos.

—Pues sí, Fido. Siempre perdemos, porque no lo sabes jugar y te matan— declaró Facundo molesto, pero Fidel solo me lanzó una sonrisa burlona, sin hacer caso del comentario de su hermano.

—A ver, préstale el control a Dany, seguro con ella llegaré más lejos que contigo que estas bien puñetas— dijo Facundo.

—Tú eres el que está bien pendejo. Nunca brincas a tiempo—refutó Fidel, pero igual me entregó el control número dos de la consola.

—Yo tampoco le sé. Nunca lo he jugado— dije.

—No le hace. Los comandos son iguales que en el primer «Doble Dragón» , solo que ahora, la patada es hacia atrás y si le picas a los botones «A» y «B» a la vez, hace una patada giratoria.

—Y para correr le presionas dos veces a la flecha— agregó Fidel, sin poder dejar que Facundo tuviera la última palabra.

Después de una media hora de juego, tenía los pulgares doloridos y si

bien habíamos avanzado hasta el final del nivel, el jefe nos había hecho pedazos.

—Pinche gordo culero— exclamó Facundo refiriéndose al jefe del tercer nivel— que se vaya mucho a la verg…

— Callaté Faco. Está Daniela.

— Perdón. Se me salió.

Yo me sonreí, más por el falso pudor de Fidel que por otra cosa y ya iba a decir que no había ningún problema, que las palabrotas no me incomodaban, cuando se abrió la puerta y apareció Abelardo con su habitual cara de «no rompo un plato».

—Ah, con que están jugando al «Double Dragon Two» , yo ya me lo acabé— dijo pronunciando el nombre en un inglés exagerado.

—¿Es neta wey ? A mi se me hace que eres puro hocico—sentenció Facundo.

— A ver ¿Y quién es el jefe final entonces ? — agregó Fidel dispuesto a darle el beneficio de la duda.

— Peleas contra ti mismo , pero en forma de sombra— respondió Abelardo con la tranquilidad de quien no miente.

— No chingues. Con madre— dijeron los cuates casi al unísono, repitiendo una de las expresiones preferidas de su repertorio.

— ¿Quién juega conmigo para ayudarme a terminar el juego?—preguntó Abelardo, desafiante.

—De seguro usaste una clave para hacer tranza— dijo Facundo aceptando, al tiempo que le extendía el mando— yo le entro, pero tú serás el jugador número dos.

Marchamos exaltados rumbo a la cañada, celebrando la victoría sobre el juego. Íbamos intoxicados aún por la música y los gráficos de los últimos niveles, como sólo podían estarlo los chicos de aquella época en que las consolas de videojuegos tenían una cierta mística que expandía la imaginación y los elevaba sobre otros juguetes. Quizá, ahora resulte exagerado o incluso ridículo , pero en la lejana época de los juegos en ocho bits, las consolas nos parecían pasadizos a otros mundos. Sólo Facundo estaba un poco corrido por tener que dar crédito a Abelardo. De hecho, todos habíamos contribuido, pues las muertes estuvieron a la orden del día y hubo que hacer un sistema de rotación entre los jugadores para lograr vencer el juego.

—La clave está en saber a qué enemigos enfrentar y a cuales dejar pasar—repetía Abelardo en tono aleccionador.

—Si wey, pinche cremoso. Yo le doy en su madre a todos y ya está— contestaba Facundo contrariando.

— Claro, cada uno con su técnica, pero ¿quien se encargó del último jefe?— intervine, ecuánime.

— Grande Dany. Como campeona— canturreó Fidel.

Llegamos a la cañada sin el mayor propósito que pasar el rato. Habíamos pasado casi dos horas frente al resplandor de los píxeles y en una habitación mal alumbrada, por lo que nos hacía falta la atmósfera épica de aquel lugar, al menos así nos lo parecía. Nos hacía bien sentirnos, nuevamente pequeños una vez más en la inmensidad del paisaje.

El otro mundo a orillas de la ordinaria realidad suburbana.

Nos sentamos sobre el borde del puente, colgando las piernas al vacío, dejándolas mecerse al vaivén del viento frío y húmedo con olor a lejanía que bajaba de las montañas. Facundo y Abel, apartados en el extremo más próximo, se enroscaron nuevamente en una discusión acerca de juego recién concluido. Flotando en la brisa, me llegaban sus voces envueltas en conversaciones sobre las estrategias, los personajes y las distintas maneras de desbloquear los poderes y niveles ocultos. Facundo estaba incrédulo de semejante posibilidad y consideraba a Abel, al menos en este aspecto, un fanfarrón mentiroso.

Casi al final del otro extremo del puente, Fidel se entretenía lanzando al arroyo, el manojo de pequeñas piedras que había cogido de la orilla antes de instalarse. Yo, por mi parte y como era mi costumbre, me encontraba separada, sentada a unos metros de aquellos, en el centro del puente. Me dedicaba a seguir las aguas con la vista, sumandome a su espuma y dejándome llevar por los abruptos giros y quiebres de la corriente, hasta ir a desaparecer tras un codo en el trayecto que conducía, primero hacia un tributario del río Santa Marta y después en marabunta junto a otros en su sinuoso camino hacia el mar, a cientos de kilómetros de ahí. Hasta ese momento nunca había ido al mar. En ocasiones pensaba, que estaba a punto de hacerme con cierta verdad, aún desconocida para mis compañeros. Mi madre frecuentemente me decía , que llegaría el día en que mis amigos se volverían tan solo niños ante mis ojos. Que las chicas maduran antes, y que para nosotras, era necesario esperarles para que finalmente nos alcanzaran, si es que lo llegaban a hacer. Estaba inmiscuida en esos pensamientos cuando algo llamó mi atención.

-La corriente está creciendo- dije a nadie en particular y nadie pareció escucharme. Volví entonces la vista a mis espaldas. Lejos en la distancia, muy por encima de nosotros, noté las cumbres vestidas con un manto de niebla.

-Llueve en la sierra- dije en voz alta, esta vez para mi misma, pero Fidel me prestaba atención.

-Esto se va a llenar de bagres y de sapos- dijo sonriente.

-Se vendrá un aguacero, puedo sentirlo. No tardará en llegar a nosotros- sentencié.

-Galadriel, gran elfa del bosque, ha dicho- anunció llevando solemnemente su mano diestra al corazón.

-Eres un completo Geek- repuse mientras me incorporaba y agregué: yo me voy a casa.

Fidel se sonrió y se alejó a la orilla, ahora con la tentativa de ver a los animales salir de sus escondites para saciarse con el arroyo revuelto.

Facundo y Abelardo seguían en su sitio, solo que ahora se encontraban de pie, frente a frente. La discusión había girado ahora hacia un tema escabroso, cuál era la mejor consola. También el tono de la misma se había vuelto hostil. Abelardo mostraba una expresión exasperada, de arrogante superioridad. El rostro de Facundo era el de una bestia que embiste, con sus ojos claros ingurgitados de sangre y ensombrecidos de coraje. Conocía esa expresión, primero bramaba las palabras y luego cargaba enloquecido con los cachos por delante. Facundo era un tipo leal, listo y aplicado en la escuela, pero para ser un nerd, era bastante hosco, endurecido para sobrevivir en el ambiente escolar. En contraparte, Abelardo, aunque era de la misma calaña para los estudios, y de maneras taimadas, no se dejaba amedrentar. Era más bien un tipo de lengua afilada y dado a las intrigas, mataba por la boca, cual coralillo en la arena.

—No hay más pendejo que el que no entiende que es un pendejo— dijo mordaz Abelardo.

—A ver si te andas con tus pinches frasesitas cuando te rompa la jeta—amenazó Facundo, abriendo el pecho y acercándose a su rival.

—Quiero ver que te atrevas— respondió Abelardo, tomando una posición como de guardia.

—Nada más no vayas a meter a tu mamá que me la descuento también.

—¡Basta ! — intervine— Son un par de idiotas. ¿Van a pelearse por este estupido juego?

—Por este imbécil hijo de la chingada…

—Me importa un carajo. Por mi pueden darse en la madre si quieren, pero déjenme pasar.

Desde abajo en el banco opuesto del arroyo, Fidel se había percatado de la situación y escalaba apresurado para llegar a nosotros, al tiempo que gritaba: -Tranquilo Faco. Tranquilo. Ahí voy.

No creo que Facundo haya llegado a oirlo. Los dos chicos enfrentados, aun mirándose a la cara, por si acaso cualquier quisiese madrugar, se hicieron un lado para abrirme paso. Sentí, movimiento y luego casi de inmediato, una extraña ligereza, como si el puente se sacudiera, remedando el lomo de un gigantesco animal que de pronto, tras librarse de una irritación, se hallase satisfecho y en calma. De improviso vi, o más bien, no vi, un espacio vacío donde antes estaba la silueta de Facundo. Después de un instante eterno, lo comprendí, de aquel grupo de cuatro sobre el puente, quedamos solo tres.

No hubo gritos durante la caída, sólo el débil estruendo del chapuzón desentonado entre el monótono ¨crescendo¨ de las aguas.

—No lo toqué. Tú viste— dijo Abelardo escupiendo las palabras y el miedo.

—Yo… —comencé diciendo, pero terminé solo por asentir con la cabeza.

—No lo toqué— repitió.

—Te creo—dije mientras me quedaba pasmada, viendo a Aberlardo darme la espalda y alejarse de prisa por el extremo ahora libre del puente.

—Vuelve —le grité— y sin saber qué más hacer, me paré sobre la orilla a unos centímetros del vacío, buscando la figura de Facundo entre la corriente. En su lugar, me encontré a mi misma, casi a punto de caer, como si el deseo de saltar emergiera del arroyo atrayéndome a sumergirme en sus aguas y a enredarme junto con Facundo entre sus lirios.

Los gritos de Fidel llamando a su hermano me trajeron de vuelta. Recompuesta del estupor inicial, corrí hacia el final del puente para bajar por la cañada hacia los bancos del arroyo. Desde arriba pude ver como Fidel se aventuraba en el torrente, al tiempo que su voz se desgarraba en gritos. Me adentré, a unos cuantos pasos de la orilla. Sentí el agua gélida golpearme las piernas y me detuve. Volví a escuchar los llamados de Fidel su hermano, contestados por los inmensos susurros de la corriente, en una burla de risa uniforme. Avancé de nuevo, trastabillando entre la lama y las piedras lisas del fondo. Finalmente me detuve junto a Fidel.

—¿Lo ves? —pregunté.

—Creo que está por allá, entre los juncos de la orilla y los lirios- dijo señalando el lado opuesto del arroyo, a unos veinte metros más adelante de donde nos encontrábamos.

Dirigí la vista hacia el lugar que había señalado, pero no logré distinguir nada, además de las plantas que Fidel había mencionado y los borbotones de agua golpeando contra las piedras.

-Voy a buscar ayuda- dije y Fidel asintió. En su modo, tenso y alerta, se destacaba la intención de vadear el arroyo para llegar a su hermano.

—No te metas. Te arrastrará a ti también— le dije, más como una súplica que como una orden.

—Debo hacer algo— respondió.

Lo miŕe fijamente sin decir nada, aterrada de lo que estaba por venir.

Fidel pareció comprender mi miedo y juntando sus manos en un delicado apretón, agregó:  ¿Qué le voy a decir a mamá?

Me resistí con todas mis fuerzas a asistir al funeral. Tenía terror de verlo yaciendo en el féretro. Lo imaginaba cubierto de plantas e hinchado por el agua del arroyo. Finalmente, mis padres me obligaron a ir con ellos. Me dijeron que sería una falta de respeto, además de que sería mi última oportunidad para decirle adiós. No lo fue.

El llanto me duró incontables días, sobre todo al recordar los alaridos de la señora Amalia, aunados a los ojos secos de dolor y tristeza de Fidel. La zozobra y la lucidez de aquella perdida, me duraría de por vida. Pasé una semana entera, ocultándome en los recovecos de mi habitación, hundida entre novelas de misterio que releía una y otra vez e inmersa en el tenue resplandor de ocho bits de mis videojuegos. Me daba cierta tranquilidad vagar sin rumbo por los niveles o dedicarme a destruir enemigos sin algún objetivo en particular. Al octavo día de duelo, volví a la escuela.

Abelardo fue el primero en alejarse. Su madre tenía la convicción que era el momento ideal para mantenerlo ocupado y convertirlo en un alumno del cuadro de honor, asi es que afanado con todo tipo de actividades y lecciones extra, pronto se convirtió en un excusa viviente.

—No puedo salir hoy, tengo clase de francés. Mañana tampoco podré, tengo refuerzo de aritmética . Los veo el fin de semana. Creo.

Fidel y yo, nos dedicamos a ver películas del videoclub en mi casa y a hojear los comics en la revisteria de la plaza. Pocas veces nos llegamos a aventurar en el monte, y cuando lo hacíamos, dábamos un gran rodeo , evitando la cañada y el puente.

—No quiero acercarme Dany. A veces me despierto por las noches y pienso que estará ahí, sentado en la alfombra jugando, pero luego amanece y estoy solo— solía decirme en ocasiones. Entonces yo guardaba silencio sin saber qué responder, ocultando mis propios miedos y el hecho de que, algunas veces al caer la tarde, iba hasta el puente para desde ahí, mirar hacia el lugar donde le había visto sumergirse por última vez, entre los lirios, y de donde solo saldría su cuerpo sin vida.

Al año siguiente, los Berlanga se mudaron de ciudad, con el pretexto de una promoción en el trabajo para el padre. En su lugar, se mudó una pareja sin hijos de apellido Fraustro, a los que nunca conocí más que de vista. Poco a poco la cañada y su puente dejaron de atraerme. Su influencia sobre mí fue cediendo al paso de la urbanización , de la escuela y de los tiempos. Finalmente, llegó el invierno en que me convertí en una chica guapa, rodeada de atenciones y mis intereses cambiaron. A la larga también me mudé de ciudad y de vida. No pude o no quise regresar a mi pasado sino hasta hoy, y aunque nada queda de aquel sitio, aun puedo imaginar la figura de Facundo, enredada entre los lirios bajo el puente.

Acerca del Autor

Oscar Garza-Villarreal

Oscar Alejandro Garza-Villarreal, nació en 1981 en Nuevo León, una región industrial ubicada en la Sierra Madre Oriental del noreste mexicano. Tras una infancia feliz, aunque complicada debido a diversas situaciones familiares, desde muy temprana edad se acerca a las artes, en especial a literatura. De ellas obtiene un importante medio de expresión y una estabilidad interior. Sin embargo no llegará a emprender una carrera en el mundo de las artes, sino que desoyendo el consejo de amigos y maestros, cursa estudios de medicina en la Universidad Autónoma de Nuevo León, de la cual también obtiene un titulo de especialista en el area de ginecologia y obstetricia. Al concluir sus estudios, labora por algunos años como médico rural así como en el ámbito privado de su ciudad natal. En el año dos mil dieciocho, persiguiendo un antiguo anhelo, emigró al estado de Israel , donde continuó su formación con estudios de posgrado en infertilidad y técnicas de reproducción asistida. Es ahí también donde conoce a su esposa vuelve a sus intereses artísticos, como la fotografía y el dibujo. En año dos mil diecinueve, buscando gente de habla hispana que compartiera su afición por la literatura, se acerca al Instituto Cervantes de Tel Aviv, donde tras cursar varios talleres de escritura, pasa a formar parte de la comunidad de autores del instituto. Desde el dos mil veintidós radica en la ciudad de Florencia, Italia, con su esposa,desde donde trabaja en su primera novela y continúa en contacto con la comunidad de escritores de Tel Aviv.
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