ÍNDICE

Capítulo 1. 1

  1. Donde se cuenta lo que se verá. 2
  2. En donde Isidoro se convierte en caballero errante. 7
  3. Que trata de muchas y grandes cosas. 12
  4. Donde se habla de una boda y otras zarandajas. 17
  5. Karma 1. 19
  6. Eureka. 27
  7. Karma 2. 33
  8. Karma 3. 45
  9. De la continuación de los proyectos titánicos del Mariscal y de
    su realización. 48
  10. Karma 4. 54
  11. ¿Qué hacer?. 65
  12. De lo que acontece cuando Isidoro frecuenta el jet set de Parasol 74
  13. Aviso. 77
  14. Karma 5. 78
  15. Donde se describe la fabricación de leche sin lactosa. 81
  16. Sobre el nuevo encuentro de Isidoro. 85
  17. Que trata de la gran aventura de la cueva, situada en el corazón de
    nowhere y donde Isidoro se esconde mientras su amigo va a consultar
                con un huesero. 93
  18. Aviso. 100
  19. Aviso. 101
  20. Donde no se explica dónde queda Turquía. 102
  21. Y la vida en Parasol continúa. 110
  22. De la libertad que da Isidoro a muchos desdichados que son llevados
    a la fuerza adonde no quieren ir 112
  23. En donde se descubre que la descendiente de los Piaggio hace una
    huelga hebdomadaria. 120
  24. Aviso. 124
  25. De lo que contó un cabrero a Isidoro. 125
  26. Sobre la preparación para la travesía del infierno. 136
  27. Donde el trío formado por Isidoro, Bingo y la Vespa cruza el susodicho
    infierno. 140
  28. Aviso. 154
  29. Sobre la gente que se encuentra al salir de la selva. 155
  30. Donde se relatan mil chismes tan impertinentes como necesarios para
    la verdadera comprensión de esta historia. 159
  31. De aguas cautivas y otros percances. 161
  32. Donde los dos amigos charlan de baratijas mientras esperan que Isidoro
    se restablezca. 168
  33. ¿Allá?. 170
  34. Allá. 172
  35. Aviso. 176
  36. Donde Isidoro es recibido con gran pompa y ceremonia. 177
  37. Aviso. 180
  38. Donde Isidoro se dedica a un trabajo tan noble como agotador y
    monótono. 181
  39. Aviso. 186
  40. Carta del padre. 187
  41. Consideraciones y chismes de una donna italiana. 190
  42. Segunda carta del padre. 197
  43. ¡ATENCIÓN, PRIMICIA! 207
  44. Carta del padre. 213
  45. Descubrimiento de Isidoro. 215
  46. Última carta del padre. 218
  47. Del ingenio y astucia de Isidoro. 225
  48. Aviso. 233
  49. Donde nos enteramos de que la venta honesta de «second hand»
    no rinde. 234
  50. ¿Astrología, azar, u hombre precavido vale por dos?. 250
  51. Cuando las soluciones algunas veces se hallan ahí, debajo de
    nuestros pies. 252
  52. El discreto encanto de los bares, la cerveza y el agua mineral
    (o el que sabe, sabe) 265
  53. Lalastán. 271
  54. Del éxito y fracaso de Bingo en Lalastán. 277
  55. El niño. 287
  56. Sobre las tierras que es necesario atravesar para hallar un hogar 293
  57. Aviso. 297
  58. De las demás tierras que se debe atravesar para encontrar un hogar 298
  59. ¿Una tierra donde fluye la miel y la vid crece?. 304
  60. De la ínsula llamada Archimbambi 310
  61. Aviso. 316
  62. Gustavo. 317

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1

 

 

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2

 

Donde se cuenta lo que se verá

 

 

Lo que de esa noche se sabe es fragmentario.

Es indiscutible que, cuando se abre la puerta, las cifras fluorescentes de su reloj indican las cuatro de la mañana. Se piensa que, a pesar de la sorpresa, se precipita por las escaleras de mármol blanco y que las desciende de dos en dos. Las videocámaras lo muestran abandonando el pórtico de la mansión disparado, cruzando el terraplén delantero de Palacio mientras jadea y se abalanza sobre las triples rejas de hierro forjado, barrocas y recargadas.

Los vigilantes apostados a ambos lados sostienen que, como lo reconocen, le abren de inmediato la verja medianera sin atreverse a interrogarlo o a pedirle su identificación.

Se deduce que en la plaza de armas toma a la derecha y echa nuevamente a correr, mas, al llegar al primer cruce, cae en cuenta de que no puede volver a su departamento; es el primer lugar en donde vendrán a buscarlo. Es muy probable que, empapado de sudor, resoplando e invadido por la indecisión, se detenga. ¿Adónde ir? No tiene amigos, solo relaciones de trabajo, y sabe de sobra que estas jamás se arriesgarán a ayudarlo. Puede que en la esquina de los Próceres con Junín descubra al taxi estacionado con las luces apagadas. Sin duda el chofer se ha quedado dormido; una de sus mejillas reposa sobre el timón y sus labios trepidan a cada nueva expiración. (Otro que ha perdido su domicilio y no tiene dónde dormir, piensa él). Nadie lo ha confirmado, pero imaginamos que se acerca a la ventanilla del vehículo y golpetea con los nudillos, una, dos, más veces. Estamos convencidos de que insiste con apremio hasta que el chofer, despabilado, alza la cabeza del timón y se lo queda mirando con extrañeza. El taxista nos ha indicado que le explica que es urgente, que está con prisa, que se trata de una emergencia. Sospechamos que el conductor, aún legañoso, no lo reconoce, pero seguramente se percata de su uniforme y, sin osar negarse, le pide la dirección. No dudamos de que, al dársela, su voz cambia y, de perentoria y marcial, deviene titubeante. Quizás también se le quiebre. Es más, estamos seguros de que, al explicarle el rumbo a seguir, sus labios se empachan y enuncian el nombre del barrio, lerdos y abotargados. Sabemos perfectamente que son muchos los años que no ha pronunciado aquella dirección, que creía haberla eliminado definitivamente de su radar, desalojado de su brújula y de su cartografía interior. Sin embargo, sabemos también que las pocas veces que, obligado, ha tenido que ir en misión por aquellos lares, el espasmo doloroso de mandíbulas y nuca le ha indicado que nada está borrado, tan solo sepultado bajo capas de quehaceres, obediencia y hazañas. Nuestros archivos (entre otros, los recibos de analgésicos de farmacia), muestran que en esas ocasiones, por más que hiciera grandes circunvoluciones para evitar aquella localización, la dolorosa contracción no lo soltaba durante días.

Se rumorea que logran avanzar con rapidez, pues las calles están vacías. En todas las intersecciones importantes se cruzan con las pantallas gigantes, suspendidas de armatostes de metal y diseminadas por toda la capital; como bien sabemos, pese a que son escasos los insomnes o los sin abrigo que tan tarde (o tan temprano) miran los visores, aun a esas horas funcionan y pasan programas y noticieros.

Calculamos que al cabo de dos horas el taxi lo deposita frente a un edificio idéntico a todos aquellos que lo rodean. Se trata de construcciones grises erigidas a la rápida, con material de escasa calidad; el cemento que revoca sus paredes está agrietado, en partes desagregado, y un moho verduzco cubre las bases de los muros. Nunca existió portón de entrada, por considerarse un lujo desmerecido para ese barrio.

Imaginamos que empieza a subir las gradas que tan bien conoce con el cuello agarrotado. Tenemos testimonios que alegan que, desde que nuestro sujeto vivía ahí, el estado de los peldaños ha empeorado, varias de las losetas que los revestían se han desprendido y el pasamanos está mugriento. Esos mismos deponentes indican que huele a encierro, a cuerpos mustios, a orines y a humedad. No obstante, afirmamos que algunas puertas dejan escapar olores de vainilla o de agrumas. Los testimonios citados anteriormente insinúan que estos aromas, en medio de los demás olores, en vez de halagar el olfato apagan el antojo.

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Durante las horas que normalmente corresponden al amanecer, pero que ahora parecen medianoche, Marciel de Hidalgo oye golpes en su puerta. Confundido, corre a abrir. Cree que es mediodía, que como tantas mañanas se ha quedado dormido hasta tarde y que el vecino le está trayendo la sopa. Más por costumbre que por necesidad, echa un vistazo al péndulo de la cocina, una herencia de su padre, pero este reloj, como todo lo que lo rodea, ha dejado de funcionar y de indicar la hora hace muchos años.

Isidoro, su hijo adorado, está en el umbral. Fuera de las pantallas situadas en las esquinas de la capital, Marciel no lo ha visto en años. Los ojos del muchacho están enrojecidos, su mirada extraviada y sus extremidades tiemblan. Lo hace entrar y, alrededor de una taza de té de hierbas (el café ya no crece en Parasol), el hijo le cuenta los últimos acontecimientos.

—Hijo, debes irte, y ahora mismo. Cámbiate de vestidos, no puedes salir con tu uniforme, aquí todos te conocen. —Y le saca un pantalón y una camisa de la pila que en un rincón de la habitación funge de armario.

Desearía permanecer más tiempo con el hijo, charlar, acariciarle las mejillas, pero el oficial le indica la hora en su reloj de oro y don Marciel se pone de pie de un salto, coge una mochila, la llena de ropa de repuesto e introduce un cuchillo y los pocos comestibles que hay en su despensa. Antes de cerrar la bolsa, añade un objeto rectangular y le tiende todo al hijo.

—Date prisa. Camina siempre recto hasta llegar a la selva. Atraviésala y, en cuanto veas al fondo el primer haz luminoso, síguelo. Esa luz, de luna o de sol, te guiará hasta la frontera.

Antes de abrir la puerta, por vez primera en años, padre e hijo se dan un abrazo.

—Hijo, sé que ya no te gustan los libros, pero he puesto un volumen en tu alforja. Es una edición rara y prohibida, una edición ilustrada del Quijote de 1300 páginas, que logré ocultar años atrás durante una de las inspecciones en casa. Durante el largo viaje que te espera, el Caballero de la Triste Figura te hará reír y llorar, y se convertirá en tu compañero.

 

[Nota del traductor: Así empieza el texto que hasta nosotros ha llegado. Estas páginas, escritas por un tal Siddi Ahmed Benengeli, han sobrevivido hasta el día de hoy gracias a un oscuro individuo llamado don Miguel. Si, a pesar de nuestros esfuerzos de traducción, aún se hallan términos caídos en desuso o intraducibles, les aconsejamos consultar nuestro Diccionario interestelar de usos y costumbres de antaño que lanzará en un futuro no tan cercano nuestra editorial].

 

 

 

 

 

 

 

3

 

En donde Isidoro se convierte en caballero errante

 

 

Transita durante días por sendas abandonadas, sinuosas y accidentadas, hasta dejar la ciudad atrás. Finalmente arriba a ceja de selva. Antes de internarse en la espesura, se detiene: está a punto de emprender un viaje sin retorno. Está renunciando a todos los privilegios y honores que a fuerza de dedicación y sacrificios ha obtenido. Se interna en la floresta con un nudo en la garganta. El aspecto de la selva le sorprende, este bosque no se parece a la arboleda alta y frondosa por la cual iba de excursión durante su infancia y adolescencia. Las plantas son ahora bajas y están espaciadas. Reconoce, sin embargo, algunas especies. El suelo aún está tapizado de helechos con el dorso picado de perlas de polen; también ve esos ramilletes de hojas larguiruchas y caídas bordeadas de blanco, de las cuales brotan largas fibras que terminan en pequeñas matas, dándole a toda la planta un aspecto arácneo. Gracias a esas fibras, la planta madre lanza lejos de ella a sus hijos, y por ello en ciertas provincias de Parasol es llamada Mala Madre. Descubre parches de hojas con el limbo verde estriado de púrpura y dorso malva que tapizan la tierra. Las otras especies le son desconocidas, en particular aquellos altos cilindros carnosos y coriáceos moteados de verde oscuro, que es mejor evitar porque las puntas afiladas de sus hojas hieren los pies. Los verdaderos árboles son escasos. Aquí y allá se distinguen palmeras enanas con el tronco estrecho y anillado, bajo las cuales los murciélagos, para evitar tocar el suelo, solo pueden suspenderse encorvados; unos troncos cortos con ramas cubiertas de hojas redondas y planas albergan a los búhos. En épocas de su infancia, una luz verdosa rebotaba de hoja en hoja y revoloteaba sobre los caparazones luminiscentes azules o bermejos de los insectos. Ahora, bajo la niebla glauca, apenas se logra distinguir el dorso aterciopelado de hongos gigantes que descargan un líquido negruzco, pegajoso y viscoso, o el ondular de gusanos transparentes. De vez en cuando, la cola amarilla o gris de una anaconda se cuela entre los arbustos. Esta alfombra de plantas bajas logra apenas camuflar la presencia de Isidoro, pero afortunadamente el oficial avanza muy rápidamente, y ello gracias a la presencia, bajo sus pies, de una espuma elástica que le permite brincar a cada paso. Lo único que debe hacer es detectar los numerosos agujeros de madrigueras para no torcerse el tobillo al aterrizar.

Por desgracia, este suelo blando y extensible le pone un día (es decir, una noche) la piel de gallina. De pie, mientras se prepara para saltar una grieta ancha y profunda, descubre a ambos flancos de la fosa la presencia de árboles enteros, ramas y raíces comprendidas, cubiertos de un metro de musgo. Son raquíticos y parecen adoloridos. Están enrevesados, abrazados unos a otros, como si, ante una catástrofe final, hubiesen querido ovillarse todos juntos, quedar acurrucados y, de esta manera, ya que no pueden sobrevivir, al menos consolarse. Los únicos elementos vivos de este hábitat subterráneo son las lombrices grises que cavan lentamente túneles entre los restos de la vegetación congelada.

Isidoro acaba de descubrir que está caminando sobre un cementerio subterráneo de árboles.

A pesar de ser consciente de huir de una venganza que sin duda será larga y cruel, la indecisión lo consume durante todo el trayecto. ¿Y si se diese media vuelta para regresar a Parasol? En la escuela de cadetes le han repetido mil veces que abandonar el país es traicionar a la revolución, convertirse en un traidor, y él mismo ha despreciado y ha dado su merecido a los renegados. Avergonzado por su deslealtad, él, el portavoz de la revolución, se siente indigno y despreciable, y en varias ocasiones decide darse la vuelta y volver a la patria. Pero, mientras está en ello, el recuerdo de los traidores luego de recibir bajo triple cerrojo un tratamiento especial lo disuade.

Años más tarde, Isidoro se preguntará si fue solo el miedo al destino que lo aguardaba volviendo a Parasol lo que lo empujaba hacia adelante, o si ese bosque, por su contraste con los árboles de su infancia, había reavivado el recuerdo de un día de vacaciones a pleno sol. Acababa de salir del mar y, a pesar de los rayos que le acariciaban la piel, tiritaba. Marciel Hidalgo, con una toalla seca en las manos, corre hacia él sonriendo y le frota la espalda. Qué serenidad, qué calor saber que su padre siempre estaba ahí para socorrerlo. Se sorprende al darse cuenta de que la perspectiva de no volver a ver nunca más al profesor Hidalgo le provoca malestar y busca en sus bolsillos un Lucky Strike, pero recuerda que cuando salió corriendo de Palacio dejó sus dos paquetes de cigarrillos y su encendedor sobre la mesita de noche. Debería haberle pedido a su padre los suyos, esos cilindros infames que él mismo se enrolla con las hojas biblia arrancadas de sus libros. Tiene derecho a cien por mes, el resto lo obtiene en el mercado negro. En realidad, dado que él es más alto que el bosque, sería una locura indicar su presencia con un cigarrillo encendido.

Al cabo de dos semanas, un día (o una noche) percibe a lo lejos la línea horizontal plateada que su padre (y otros) le han descrito. Para lo que nadie lo ha preparado es para el ruido. Esta línea clara al fondo del paisaje está acoplada a un ruido ensordecedor: redoble de tambores acompañando un desfile, retumbar de aguas cayendo desde una alta cascada o aguacero al arreciar la tormenta (esto último recuerda haberlo visto únicamente antes de cumplir los dieciocho años). Lo de la luz al fondo del panorama lo entiende, pero ¿el ruido?

 Ha llegado el momento decisivo. Isidoro vacila. Le resulta difícil dar el último paso y, para hacer retroceder al destino un poco más, decide esperar hasta el anochecer. En su reloj pulsera cuenta las horas. A las siete, el borde plateado del fondo es reemplazado por una cinta celeste que, poco a poco, oscurece y se tiñe de tinta. El ruido persiste. ¿Qué está sucediendo del otro lado? No conoce el nombre de ese lugar, pero desde ya sabe que se trata de un estado hostil a Parasol; las clases de geografía escolar están lejos y las de la escuela de cadetes se resumían a poco: «al este el océano, al sur, al norte y al oeste, países enemigos».

En ese momento, Isidoro toma una decisión: quiere meramente atisbar, verificar cómo es un país enemigo; luego regresará a su patria. Su padre tendrá que acostumbrarse a la idea de tener un hijo que, a pesar de las dificultades, permanece fiel a las cremas pasteleras. En cuanto al Mariscal, quién sabe, ante la utilidad de Isidoro, puede que conceda darle una pena menos drástica. Serenado por esta resolución, da algunos pasos hacia la línea azul. El ruido se hace cada vez más intenso, el aire cada vez más húmedo. Unos pasos más. El ruido se vuelve ensordecedor. Se halla ahora frente a una pared atronadora de tonos brillantes que fluctúan entre el celeste, el azul marino y los plateados. Extiende la mano para tocar la muralla. Sus dedos se cubren de un líquido cristalino. Entiende. Son las aguas que, a pesar de todos los cálculos de Stanislav, los tejados de Parasol no han conseguido absorber y se vierten ahí donde la sustancia P termina, es decir, en la frontera, en un territorio rival y malintencionado. Isidoro, satisfecha su curiosidad, decide volver atrás. Se arrodillará ante el supremo pastelero y le pedirá perdón. Pero la espuma que cubre el suelo se ha vuelto escurridiza. Cae sobre sus nalgas, resbala, atraviesa la muralla de agua y comienza a descender.

Se desliza, baja, se precipita, siempre más profundo.

Aterriza.

Sobre su cabeza, un paisaje que ha olvidado hace mucho tiempo: un cielo estrellado y la luna.

—¡Alto! ¿Quién va ahí? ¡Acabas de poner los pies en la RDS!

Isidoro yace por tierra, empapado, magullado y desorientado. Hace tantos días que camina solo, que la voz que acaba de interrumpir su aislamiento le produce una fuerte sacudida. Además, es la primera vez que oye mencionar un lugar llamado RDS.

—¡Manos en alto! ¡De pie, de pie o disparo!

 

 

 

 

 

 

 

4

 

Que trata de muchas y grandes cosas

 

 

Érase una vez, muchas veces o ninguna, un soldadillo raso a quien la leva forzada truncó sueños y aspiraciones. Sucedió una mañana, mientras retozaba en la plaza de su pueblo.* Elegido al azar por el camión militar, fue enrolado a la fuerza junto con otros zagales que circulaban por las calles polvorientas y sin asfalto de recluidas localidades.

* [N. d. T.: ¿Qué pueblo? Don Miguel no lo dice, pues pareciera que, con el apuro que tenía en transcribir la historia del moro —que en esos tiempos eran expulsados o terminaban achicharrados—, no retuvo el nombre].

El soldadillo, encerrado en una caserna, bosteza y mata zancudos. Esa maldita leva ha quebrantado sus planes. Él, hijo del repartidor de pan de su aldea, es joven ambicioso e idealista. Su sueño, inaugurar la primera bollería del pueblo. Ya durante su niñez, en lugar de ayudar al genitor a repartir las hogazas frescas, estudiaba las recetas de cremas, aprendía a preparar suflés, flanes o profiteroles y, además de asistir al panadero en la preparación de la masa fermentada, se familiarizaba con los secretos del hojaldre y del bizcochuelo de molde. ¿Y ahora, a qué lo habían confinado? A sufrir de la acidez causada por la horrorosa cocina de caserna.

A la par que el soldado raso vegeta y trata de calmarse los reflujos gástricos hirviendo la cal de las paredes en agua, el embrión de Isidoro se desarrolla en el útero materno.

 La madre de Isidoro quedó embarazada precisamente durante esa histórica leva. Épocas aquellas cuando el uso de un catalejo o de un telescopio no carecía de sentido, en las cuales los cuadrantes solares no se habían convertido en trastos misteriosos, y codearse con los mil uno, los dos mil y hasta con números superiores no representaba herejía alguna. Lamentablemente, ni las cifras* superiores a mil ni las constelaciones vigentes durante el parto fueron capaces de protegerla de las vicisitudes del alumbramiento, e Isidoro se convirtió, desde su nacimiento, en huérfano de madre, mas no de padre.

 A pesar de que la deserción de Isidoro acontece muchos años** después de que en Parasol la posición de los astros ya no se puede determinar mirando al cielo, Sir Berenjena nos describe, con lujo de detalles y sin dejarse nada en el tintero, todos los sucesos que precedieron a su huida.

*[N. d. T.: Nuestros ciberarqueólogos afirman que en el resto de ese globo las demás cifras seguían bailando, pícaras y burlonas, haciendo de las suyas. Que no se puede tapar la luna con un dedo ni tampoco con la sustancia P, según se dice por allá].

**[N. d. T.: ¿Cuántos años? Cien más, cien menos. Nuestros historiadores han logrado localizar el espacio pero no el tiempo].

En cuanto al soldadillo y sus façendas, de él se dice que creó un antes y un después. Que su existencia fue un evento cismático en Parasol. No todo es desconcierto para el hombre que sabe hacia dónde apunta. Durante sus turnos de cocina, lejos de la capital y por ende del útero que abriga al futuro Isidoro, el cabo se las arregla para ejercer los secretos de su arte. Sus preparaciones halagan el paladar de su escuadrón y poco a poco llegan a oídos de enjundiosos galones.

 

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En la capital, dos altos escalafones, intrigados por los rumores que afirman la existencia de un zarrapastroso detentor de los secretos de la pastelería parisina, hacen una apuesta y acuden al cuartel perdido y zancudoliento para verificar. El soldado raso es ipso facto trasladado a la capital, donde se lo exime de los ejercicios militares y se lo recluye a la cocina.

 Este chaval posee los conocimientos y la intuición para la elección de ingredientes, de tiempos de levadura, de cocción y de enfriamiento, y es detentor de numerosos secretos de química y de alquimia, pues, ¿qué es la pastelería sino la mezcla científica de los elementos?

 Halagado por sus superiores, el mozalbete sucumbe a delirios de grandeza y decide confeccionar el pastel más alto del mundo. Como muchos son los que en ese medio desean lo mismo, le hacen traspiés y le arruinan sus profiteroles agregándoles pimienta y mostaza. Y la mirada del soldadillo de provincias, que desde ya no era tierna ni ingenua, se vuelve inquisidora y desconfiada.

 No se sabe cuántos suflés, cuántos cruasanes ni cuántas tartas Tatin salen de su cocina para parar sobre las mesas de los superiores. Lo que se sabe con certeza es que algunos aumentan de peso mientras otros no prueban migaja y se resienten. Los traspiés se multiplican desde ángulos tan insospechados que el soldadillo, además de desconfiado, se vuelve calculador y desarrolla un sexto sentido. Evita embates y aprende a descubrir las ocasiones propicias, es decir, las brechas por donde se pueda infiltrar una salsa preparada por su espátula.

 El resentimiento y animosidad de aquellos que residen lejos de la bandeja crece. Los cabos, los sargentos y los suboficiales se desahogan dándole golpes, insultándolo, y lo castigan tan bien que el soldadillo que solo soñaba con abrir una pastelería en su pueblo entiende que, mientras más abajo de la pirámide, mayor superficie para el culatazo. Decide entonces escalarla hasta su cima. Una vez tomada la decisión, no pierde tiempo y se dedica a subir de rango.

 Raudo, reemplaza el casco por el quepí y apunta a la ropa de coronel. Durante el tiempo que tarda una hogaza en salir del horno, ya ha enfilado los pantalones azules, las hombreras de cinco estrellas, los guantes blancos, y ha colocado sobre su cráneo, a esa edad aún bien surtido, un sombrero con visera. Pero ello no le basta. Ha aprendido en carne propia que un camión militar puede recogerte y botarte al fondo de un cuartel a menos que… a menos que seas tú mismo el conductor del vehículo. Desde lo alto de su pequeña estatura, este hijo de repartidor flaco y huesudo mira, analiza, diseca y trata de descubrir la manera más eficaz de apoderarse del uniforme de Mariscal.

Galletas a diestra y a siniestra (sin harina para los celiacos), pralinés, turrones, flancito por aquí, rosquita por allá y, para los diabéticos, pastillas con edulcorante artificial (no sobrepasar los cinco gramos y medio de manitol, pues produce diarrea). Reinventa y reescribe los libros de repostería. Finalmente, para asegurarse de ser el único en sostener la sartén por el mango, la tierna criatura se inicia en los campos culinarios salados y en las carnes, rebanando jamones y muslos, picando carnes en su Moulinex, descascarando y moliendo a todo chef que no marque el paso, o deshaciéndolo en baño maría. Con la ayuda de un filtro o después de decantación, selecciona las sustancias demasiado coriáceas y las descarta. Finalmente, al cabo de algunos pandeos, trituraciones y escabechados sin vaselina; de algunas maniobras lícitas o ilícitas; de algunas balas perdidas bien apuntadas y de algunos tanques situados estratégicamente, el ex general se convierte en el único hombre de Parasol que puede exhibirse en pantalones rojos, chaqueta índigo de siete estrellas y bicornio. Y aquí no ha sucedido nada de nadis.

 

[N. d. E.: ¿Todavía no sabes dónde queda Parasol? Adquiere nuestro Atlas Universal, aún en redacción y ya en venta en todos los establecimientos finiquiestelares. Cuando la información no es dudosa es inexacta, y cuando no son verdades garantizamos patrañas a profusión].

 

 

 

 

 

 

5

 

Donde se habla de una boda y otras zarandajas

 

 

Todos saben que, para que una preparación tenga éxito, hay que estabilizarla teniendo en cuenta las condiciones locales. Imaginemos, por ejemplo, un pastel de bodas compuesto por profiteroles dispuestos en pirámide. Están soldados con un caramelo de apariencia firme y resistente. En su cumbre, dos esposos de masa de azúcar sonríen. Llevemos ahora el pastel a Parasol, país sometido durante todo el año a temperaturas y humedades tropicales; en pocas horas el caramelo se ablandará y la torta se derrumbará. Don Miguel ha querido señalarnos con esta imagen apocalíptica del final de un matrimonio que este soldado poseía no solo una ambición desmesurada y un conocimiento de los ingredientes, sino también del medio.

¿Y cuál es el elemento que siempre circula en un medio, en una atmósfera, en un ambiente? Son, por supuesto, las personas. En otras palabras, el Mariscal poseía la presciencia de la naturaleza humana y sabía estimular un olfato con aromas de vainilla o de cardamomo, hacer salivar las bocas con montañas de pastelillos rellenos de crema y cubiertos de una napa de chocolate derretido o, cuando el empalago se anunciaba, ofrecer trufas saladas.

Sentado en la cima de la pirámide militar, el Mariscal, banda violeta a través del torso, intenta soldar esta construcción por un ingrediente más resistente que el caramelo. Esta sustancia está constituida por el apoyo, la esperanza, los sueños, el odio y el fervor de las multitudes, y exige constante manutención. Instalación de pantallas por todo el país. Corte de piezas montadas de varios metros de altura en público. Artículos de prensa con olor a caramelo. Promesas al ron. Diarios gratis juntoa un café y una medialuna en las estaciones de autobús (para los desheredados), en las gasolineras (para los heredados) o en los aeropuertos (públicos para los archiheredados y privados para los millonetis).Y, finalmente, mucha salivilla en discursos aderezados, para que la soflama soflame, con una pizca de pimienta roja.

Sin embargo, un hombre no es más que un hombre y los pasteles de bodas y las arengas acaban por hastiar a nuestro confitero. ¿Dónde se ha equivocado? ¿Quizás debería abandonarlo todo, volver a esa tierra de olvidado nombre y abrir su soñada confitería? Solitario en su palacio (en sentido figurado, pues siempre está rodeado por una retahíla de estultos) suspira. Meditabundo, la melancolía de los poetas lo abruma. «Necesito un proyecto titánico, una actividad grandiosa, una hazaña digna de los dioses antiguos».

 

[N. d. E.: No se pierdan el próximo episodio].

 

 

 

 

6

            

Karma1

 

 

Delante del ex teniente que acaba de deslizarse desde lo alto de un acantilado, una valla; a la derecha, un edificio prefabricado; a la izquierda, una mesa. Frente a la ametralladora, el oficial se pone de pie de un salto. El agua gotea de sus miembros.

—¡No disparen! Estoy aquí por error.

Una voz emerge del fondo de la oscuridad:

—¿Cómo que por error? —La voz se detiene y, sorprendida, agrega—: ¿Estás solo? ¿Dónde están los demás?

—Estoy solo. Me resbalé.

—¿Te caíste? Di mejor que te botaron del camión durante una riña. Siéntate junto al panel. Tu transporte está programado para las seis de la mañana.

—¿Transporte?

—¿No estabas en el coche? En ese caso, al amanecer, una de nuestras patrullas te conducirá de vuelta a la frontera.

 Al oír que va a hallarse frente a los guardianes de su país, se ve atravesado por una corriente eléctrica y, no percibiendo escapatoria, opta por la negociación cortés.

—Muchas gracias por la oferta, pero le ruego encarecidamente no molestar a sus patrullas, puedo hallar mi camino solo. —Diciendo esto, se da media vuelta y se aleja.

El centinela dispara al aire.

—Oye, ¿adónde crees tú que estás yendo? ¡Detente inmediatamente y muéstrame tus papeles!

—¿Cómo?

—¡Pasaporte!

—…

—¡Ah! ¿No tienes documentos? De modo que un ilegal.

El guardia examina varias veces al intruso de pies a cabeza. ¿Un pobre diablo? ¿Un espía? Sí, con ese reloj de oro en la muñeca, bien podría tratarse de un agente secreto enviado por el enemigo. Sospechoso. Altamente sospechoso.

—¡Manos arriba! Ponte delante de mí y camina despacio. Como hagas un movimiento en falso, disparo. Esperarás en la celda hasta el amanecer, cuando decidamos qué hacer contigo.

Ambos avanzan unos metros y frente a la garita de control el prófugo recibe la orden de detenerse en el marco de la puerta mientras que el centinela ingresa a la construcción.

—Manos sobre la cabeza hasta que encuentre las llaves del calabozo—le grita, al tiempo que mantiene el cañón del arma en su dirección.

El vigilante abre y cierra cajones. Una bombilla desnuda, suspendida del techo por un cable eléctrico cubierto de filamentos y pelotillas de polvo aglutinado, ilumina su rostro.

Durante esa pausa, ante la imposibilidad de moverse, el cautivo se dedica a examinar al centinela. Está nervioso, su corazón galopa, las manos le tiemblan. Al distinguir con mayor precisión el rostro de su carcelero, queda congelado. La situación es grave. Gravísima. Humillante. Una oleada de vergüenza lo invade. Vergüenza ajena y vergüenza propia al verse sometido a alguien de esa estirpe. La naturaleza de la criatura que le acaba de dar órdenes es inédita e inverosímil. Obscena. No cabe la menor duda, el centinela ES una mujer. No se trata únicamente de un representante del sexo débil, sino que, además, el individuo hace muestra de un desparpajo sin precedentes. ¡En público y desprovisto de la parafernalia inherente a su naturaleza! ¡Qué descaro! Temblando, se pone a examinar a plena luz a la fémina. Ni rastro de lápiz labial, base de maquillaje, sombra de ojos, pestañas postizas o delineador. Ni brushing, ni ondulación, ni peinado. Las manos que tiran del asa de un cajón no han ido a un manicurista en años. ¡Y la ropa! Nada de corte ceñido y serpenteante, nalgas elevadas, seda translúcida, terciopelo o raso luciente. Tampoco escote hundido o sujetador push-up y, por supuesto, de tacones aguja ni se hable. Su custodio no solo es una hembra, sino que, al exhibirse sin los atributos cívicos implícitos e indispensables de su sexo, está cometiendo un atropello contra la moral pública. De la rabia, olvida quién es el prisionero y quién el cancerbero e, indignado, se prepara a amonestar a la impúdica. La llevaré al puesto de policía más cercano. Por lo menos, una multa. ¡Presentarse en público vestida de modo tan indecoroso! El chasquido de un cajón que se cierra con fuerza le hace recordar su posición y, obligado por las circunstancias, detiene su discurso moralizante y opta por seguir escudriñando a la indecente criatura. Una pizca de ternura lo invade y se compadece. Pobre mujer, nadie la ha educado. ¿Será huérfana? Infortunada, ninguna madre le ha explicado que sin realzar rasgos y sinuosidades es imposible ascender, hacer una carrera de madre, de amante, de esposa o de puta.

En esas reflexiones anda sumido cuando el estruendo de la puerta de un compartimento desvía sus ojos hacia el cañón del arma. Sus tripas se acalambran y para escapar a esa desagradable sensación vuelve a concentrarse en el modelo basto de la camisa. Tratando de ahogar su miedo, se aferra a la textura tosca de la tela. Qué desafortunado algodón. ¿Quién es el sastre tan falto de arte como para hilvanar símil adefesio?

Es entonces que un detalle que no había advertido resalta. El traje es de un azul muy particular. Azul marino. En Parasol esa elección cromática es insólita para una fémina. El rosa, el rojo, los colores pastel, pero, ¿el azul? No es suficientemente llamador, atractivo o seductor para los machos de su país. Sin embargo, resulta que este añil pertenece a la gama cromática privada de Isidoro. Y es en ese momento tan poco propicio, cuando el teniente tiene preocupaciones mucho más graves que ese matiz de cobalto, que esa tonalidad de índigo se dilata, avanza, invade su espacio interior y conquista su totalidad, desalojando a las demás realidades. Cada rincón de su ser se impregna de ese pigmento, de esa mezcla entre el azul y el negro que lo sumerge y lo ahoga. Para dominarse, Isidoro intenta imaginar otras gamas, idea abanicos de turquesas, olas de celestes, variaciones de azules brillantes, pasa a los verdes, a los naranjas y a los malvas, pero esa táctica le resulta inútil. El azul marino se aferra a él convirtiéndolo en su prisionero. Y el pequeño hocico simpático, que vive de embriaguez en embriaguez sin tener en cuenta las circunstancias, despierta. Derrotado, Isidoro deviene carmesí. Las visiones índigo que lo visitan a menudo por las noches, esas posiciones truculentas que ciertamente nunca practicó con su amada, que es una mujer respetable, esos movimientos de riñones, el olor de esos fluidos y de esos sudores, lo derrotan.

¿Quién es esa mujer que con tanto descaro se exhibe ante él vestida de azul marino? Dado que las mujeres centinelas no existen, ¿podría tratarse de…? Isidoro se pone a transpirar.

Mientras tanto, la guardia continúa la búsqueda de las llaves del calabozo.

—¡Qué desastre! ¡Esta maldita Carlota! Por una vez que me topo con un espía. ¿Dónde carajo ha puesto las llaves de la celda?

Llevado por sus fantasías, Isidoro baja las manos, da un paso hacia adelante y, como un amante acogiendo a su alma gemela, extiende los brazos hacia la celadora. Al descubrir esos miembros en horizontal, la vigía asume una postura ofensiva y le apunta al pecho.

—¡Ya que usted me provoca, tomo la iniciativa!

—¿Qué iniciativa? Yo soy la única representante del ejército de la RDS y no he dado ninguna orden. ¡Manos a la cabeza!

Palmas sobre el cabello, sonríe.

¡Pícara, diablillo! Azul marino y ejército, otro mensaje codificado. En busca de pistas adicionales, examina detenidamente a la seductora. Tres líneas doradas en cada hombro, una boina con brocha de oro deslizada bajo uno de los pasadores y, en el pecho, en lugar de la turgencia de un seno, una medalla adornada con el dibujo de un tanque de guerra. En efecto, se trata de auténticos símbolos militares y no de los adornos de una dulcinea, pero, ya que los ejércitos del mundo entero no hacen trabajar a las mujeres más que en los pabellones de eretismo o en las cocinas, este espécimen debe pertenecer a la primera categoría.

 Guiado por la persistencia y la envergadura de la ametralladora más que por sus deducciones, Isidoro duda. Pero la pulsión puede más que la desconfianza y decide intentarlo una vez más. Le presenta a la dulcinea una amplia sonrisa. La supervisora sigue de mármol. Le guiña un ojo. La cancerbera responde con una mueca. Suspira. La carcelera frunce ambas cejas. Le envía un beso volado, la soldada le vuelve a apuntar.

¿Pero dónde diablos ha caído? ¡País incivilizado, caníbales, ejército de bárbaros! Despechado, mantiene los brazos cruzados detrás de la nuca.

La vigía no logra encontrar las llaves del calabozo que Carlota, en su habitual desorden, ha extraviado, y empuja al agente secreto instalándolo detrás de la mesa situada al aire libre.

—¡Vacía tus bolsillos!

El prisionero obedece y, para su sorpresa, retira de uno de ellos un sobre.

—¡Ábrelo!

Temiendo que esa funda contenga su identificación militar, Isidoro la desgarra con manos sudorosas. Algunos fósforos y veinte cigarrillos caen; los pitos están encorvados, un papel arrugado los envuelve y de ambos extremos asoman hebras de tabaco. En uno de los bordes se puede leer «Noches blancas». Son los cigarrillos que Marciel Hidalgo, por falta de papel, enrolla en las finas hojas de uno de sus libros. El padre, pensando en su hijo, se ha privado de uno de los únicos placeres que le quedan.

—¡Ahora la mochila!

Ropa usada, una navaja, trozos de cuerda, un cuarto de pan rancio y cacahuetes. Observando que una vez vacía la alforja no se desmorona, la soldada la sostiene en el aire. Es pesada. ¡Esta gonorrea de Carlota! ¿Y si todo esto le explota en plena cara? Deposita el saco sobre la mesa, expulsa un largo suspiro y, resignada, introduce la mano izquierda en el bolso. Se detiene a media profundidad, vacila, vuelve a suspirar y se hunde un poco más. Llegando al fondo, choca contra la superficie de un objeto. Lo palpa. Es duro y rectangular. Mala señal, un dispositivo altamente sofisticado. Aprieta los dientes y, sin atreverse a respirar, desliza sigilosamente el artilugio hacia arriba. Su frente gotea y las manos le tiemblan. Una vez a nivel de la abertura, extrae el traste, lo deposita rápidamente sobre la mesa, se aleja unos metros y aprieta los párpados. No oyendo detonación alguna, abre los ojos, intrigada. Sobre la mesa yace un documento color cetrino atravesado de letras doradas. Al reconocer el objeto, Isidoro empalidece, esa cosa se le había borrado de la mente. El candidato a la cuerda se pone furioso. ¡Por qué no tiró ese cacharro! ¡Su padre… siempre su padre para arruinarlo todo!

La zorra se acerca a la chuchería que ha permanecido inmóvil sobre la mesa y emprende el estudio de la prueba de convicción. Se trata de un gran volumen encuadernado en marroquí verde con corte jaspeado granate. Así como lo demuestran una de las esquinas retorcidas de la tapa y el oro desvaído de algunas letras, ese documento debe de haber sido muy utilizado. Ese desgaste inquieta al parasoleño, que ha oído, como todo habitante de su país, que en las profundidades de ignotas cuevas se albergan numerosos archivos. Se rumorea que existe un arsenal repleto de testimonios. Se sostiene que reportan la menor palabra o acto de los ciudadanos. Se alega que reportan gustos y disgustos. ¿Que uno prefiere el café cargado y escoge la camisa celeste en vez de la amarilla? Registrado. ¿Que viajó por una vía más larga en vez de ir por la más corta? Apuntado. ¿Que ese día compró cinco aspirinas en la farmacia? Anotado. ¿Que don Fulano suspiró al final de una frase? Grabado. ¿Que don Perengano se quejó de que le dolía la espalda? Indicado. ¿Y que don Zutano tuvo una erección al mirar un zapallo? Notificado. ¿O, que ese mismo Zutano bajó los párpados, miró en cierta dirección, que esa noche no encendió la luz pero al día siguiente usó más electricidad de lo usual? Contabilizado también. Y se murmura que, cuando las pruebas no existen, estas se pueden inventar. Las frases, lo dicho, redicho o jamás dicho; lo visto y no visto; lo factible; lo imposible; todo se puede crear de la nada gracias a desvariadas imaginaciones y, si viene al caso, se puede hacer ladrar a un gato o maullar a una rana.

A pesar de su peso y para desgracia de Isidoro, el volumen se abre con facilidad. Las costuras firmes que sostienen las páginas, la dispersión de las manchas color sepia sobre la guarda blanca y el aspecto atosigado de las letras mayúsculas que preceden ciertos párrafos no presagian nada bueno. Con una mano la soldada sostiene el arma en dirección al sospechoso y con la otra voltea las páginas. Cuando llega a la última, Isidoro reconoce la cifra de mil trescientos.

Durante su lectura, la vigilante silba, abre los ojos, avanza con las páginas, retrocede, se detiene, frunce el ceño, expulsa pequeños gritos y provoca con cada nueva mímica la acentuación de la palidez del parasoleño. Este, con las manos sobre la cabeza, suda e imagina la oleada de testimonios que pronto lo condenarán. Y ello sin mencionar esa maldita cifra, impresa al final de la última página. Un volumen de mil trescientas páginas encuadernado en cuero y con esos folios de gramaje rugoso, cosidos con pita gruesa, no puede contener más que acusaciones tan ásperas y rugosas como su papel; nada bueno se puede esperar de esas cuartillas. No serán los guardias de Parasol quienes lo finiquitarán, sino los de este hijoeputa de país, refugio de berberiscos, de salvajes y de sarracenos, el RDP, el RSP, el RFT, o como diablos se llame.

[N. d. E.: ¡En venta gratuitamente! Nuestra Enciclopedia de usos y costumbres de antaño. Oferta limitada].

 

 

 

 

 

 

7

 

Eureka

 

 

Henos aquí en uno de los ayuntamientos de Parasol, cuando Isidoro es aún mozuelo.

Frente al letrero «Reclamaciones», situado siempre en el último piso a la izquierda, se forma, desde la ventanilla, una cola que ondula, baja en catarata los pisos y llega a la acera (de enfrente).

—Calle de los Mangos en Flor—golpea el empleado sobre el teclado—. ¿Qué número?

—1010.

Con los ojos clavados en su pantalla, el honesto servidor busca con ahínco.

—Lo siento, esa dirección no existe.

A petición del ex usuario, que exige las explicaciones de un superior, un estremecimiento de impaciencia hace tamborilear la fila propagándose por todos los pisos hasta llegar a la calle. El arribo del jefe de servicio, que supuestamente resolverá el enigma, es marcado por un hipo, y las cabezas se ponen a brincar de arriba abajo como teclado automático.

Los clientes más testarudos permanecen imperturbables frente a los abucheos, los codazos y las zancadillas, y se empecinan en obtener satisfacción.

—¿Que lo inscriba con un nuevo número, entre el cero y el mil? Veamos…

Lleno de buena voluntad, el empleado busca en su computadora, revisa las columnas de números, vuelve atrás para ver si no ha dejado pasar alguno. —Lo siento, todas las cifras del cero al mil están agotadas.

—¿Cómo? —dice el funcionario, asombrado por la astucia propuesta—. ¿Que añada una A al mil? Voy a intentarlo. ¿Mayúscula o minúscula? ¿No importa? Bien. —Duda, duda otra vez—. ¿Con o sin acento? —Intenta añadir la letra A, golpea la tecla una, varias veces, insiste—. No puedo. Lo siento, solo hay cuatro casillas en el formulario, así que no tengo dónde añadir la A sin acento.

Ante la decepción del cliente, el funcionario se compadece y se apresura en añadir:

—Si no le importa, lo intentaré con la a minúscula.

A pesar de los gritos en la fila (¿un degüello?), el empleado, un buen tipo, intenta consolar al ciudadano, pero no puede evitar constatar que ni la compañía de gas ni la de electricidad entregan sus servicios más allá del mil.

—¿Posee usted una dirección de correo electrónico? Gracias. Déjeme comprobarlo. ¡Bravo! El Gilberto@13.net-espace me parece muy apropiado, habitar en el trece es absolutamente legal. Le aconsejo ahora que se dirija a net-espace para instalar el suministro de gas y agua al Gilberto13. Pero antes, por favor, cancele las cuentas de los últimos meses.

Las colas en el municipio son el resultado de la revolución que acaba de sacudir a Parasol. No se trata de una revolución cualquiera. No. Es el Mariscal quien, entre bostezos, suspiros y miradas vacías, la ha concebido.

 

[N. d. E.: Recordamos a los clientes poseedores de nuestra tarjeta de fidelidad que este lugar y muchos otros se pueden encontrar en nuestro Atlas Universal, en próxima e incierta publicación. Para más información, pulse la tecla Kfzrr].

 

Ya que en ese entonces el Mariscal aún no conoce a Isidoro (quien durante sus vacaciones escolares se deleitaba con su padre en las playas del país), el jefe de la nación busca la asesoría de agencias de publicidad extranjeras.

Estas recomiendan bombardear a los usuarios con mensajes vagos y ambiguos que combinen bien con todas las salsas y, más adelante, proponen la instalación de altavoces y pantallas gigantes en las esquinas de todas las grandes ciudades. Luego de un conteo, estas eficaces agencias constatan que es más rentable halagar a los desheredados, mucho más numerosos que los archiheredados y millonetis y, en las paradas de autobús, al tiempo que se anuncia el comienzo de la nueva era, se regala a los pasajeros una taza de café, un croissant fresco y un periódico anunciando las reformas (café frío en lata y cañita, pues hay peligro de derrame y quemazón al viajar parados y ensardinados).

¿De qué reformas se trata? ¿De qué nueva era?

Así como día a día las cerezas maceran impregnándose de alcohol, semana tras semana la fiebre de la renovación empapa al país. La promesa de reformas, el anhelo de cambio, la ebriedad que provoca el sentimiento de hallarse por fin frente a un viraje del destino, la reverberación de un futuro mejor, seducen las razones y capturan los corazones. Los puestos para la contratación de voluntarios se ven sumergidos de demandas. La fruta macerada está lista, falta ahora incorporar los huevos a punto de nieve. Todos ignoran el resultado de esta nueva preparación, si del horno saldrá un merengue o una tarta, pero todos levitan, exaltados por el ron, el batido y el polvo de hornear.

 Bufanda púrpura alrededor del cuello, smileys sobre el pecho y una margarita en cada manga, batallones de jóvenes Kalapayú invaden las calles y las oficinas, envían correos, responden a llamadas telefónicas, recorren las calles y con ojos ardientes se dirigen a los transeúntes.

La llama revolucionaria se ha encendido por doquier y la nueva fe ha arraigado profundamente. Todo Parasol está en suspenso, impaciente por conocer la naturaleza de los grandes cambios que se están preparando.

Y cuando se dice Todo el país, esto incluye al Mariscal.

Frente a esa fervorosa espera, el jefe del país logra por fin respirar libre de la melancolía que tan a menudo oscurece sus días. Sin embargo, al igual que sus compatriotas, también él vive en la más total ignorancia. ¿De qué revolución se trata? ¿Por dónde empezar? ¿Mil quinientos gramos, un kilo y medio o tres libras de azúcar? ¿Cinco kilos o cinco mil gramos de harina? ¿Mil litros de aceite o treinta y cinco mil tazas? ¿Cuántos mililitros son mil doscientas cucharas de polvo de hornear?

Abismado en estos cálculos (y a pesar de que el número de huevos no presenta problema alguno pues no precisa convertirse a otra unidad), el Mariscal se marea. Confundido, no logra redactar la receta perfecta. Hasta que un día, por fin, la solución. Es evidente, ¿cómo no se percató antes? Ese menjunje de cifras solo complica la vida. Para huir del caos y evitar que los suflés se desmoronen se impone una revolución numérica. Las cifras deben someterse a una férrea disciplina. El peso, la longitud, la mensuración de la temperatura, el volumen y el resto deberán doblegarse a la voluntad de la revolución.

 

Llega la gran noche de la revelación.

El Mariscal ha puesto de lado sus guantes blancos, su bicornio y la banda transversal violeta y luce, en armonía con la nueva era, zapatos deportivos con la suela desgastada, pantalones descoloridos, una chaqueta de trabajo remendada y un sombrero de paja. La sonrisa del especialista en hojaldre, Calixto Tarciso de Kalapayú, Comandante Mayor de las Fuerzas Progresistas, aparece en todas las pantallas.

Con voz clara y paternal, expone la idea seminal de la revolución, el principio que inaugura el año cero de la historia:

 

«Un mariscal, un pueblo, una medida.

Nada ni nadie encima de mil».

 

Este principio, en apariencia anodino, poco a poco trastorna al país.

Resulta que la nada del Mariscal lo incluye todo, y ese todo, es decir, esa nada, bueno, pues es decir ese todo que no es nada pero que lo es todo… por fin nos entendemos, se refiere a peso, longitud, temperatura, volumen y al resto. Y ese resto lo comprende todo.

Los impresos dejan de llegar a las direcciones situadas más allá del mil, no previstas en la nueva constitución y, por ende, ilegales e inexistentes. Los diarios, las revistas y las notas de pago se devuelven al remitente con el sello: «Dirección desconocida». El agua, el gas, los servicios municipales y la electricidad dejan de servir en estas zonas. ¿Las casas del distrito 1020? Más fuerte que no se oye. ¿Los edificios del distrito 14, Calle del Palomar, número 1001? Repite que no está claro. ¿El 3013, Calle del Mediodía? Búscalo a medianoche.

Ante los rostros desconcertados de sus inquilinos, estos edificios no solo se desmoronan, sino que, como nulos e inexistentes, son barridos por las grúas de la revolución y reemplazados por terrenos baldíos. Si la ubicación es rentable, en su lugar se levantan nuevos mastodontes a precios inaccesibles, situados entre el uno y el mil, de lo contrario, dame cita en otro bar a ver si ahí tampoco estoy. De esta manera, una parte nada despreciable de la población de Parasol se ve inmersa en el metafísico problema de habitar en un lugar que por decreto supremo ya no existe.

También los maestros andan confundidos. Habían estado diciendo durante tantos años que Colón descubrió el continente en 1492, que se había convertido en un mal hábito. Después del pago de multas, se cuidan al escribir en el pizarrón la fecha correcta: −492. Hasta el año 10 de la nueva era, cuando algunos siguen equivocándose, se opta por la clemencia, pero al undécimo año la intransigencia se vuelve necesaria. Un profesor que insiste en enseñar que el primer dinosaurio surgió hace 230 millones de años es acusado de sabotaje, de envenenar a la juventud y es condenado a mil años de prisión, para que se meta bien esa cifra en la cabeza.

Si se empieza a tolerar el mil más uno, después vendrá el mil más dos, el mil más tres, luego las mujeres no querrán ser violadas, más tarde querrán estudiar y, al final, el caos.

 

 

 

 

 

 

 

8

 

Karma 2

 

 

Años* después de la revolución numérica acontecida en Parasol, Isidoro, huérfano de madre e hijo de Marciel Hidalgo, cree estar viviendo sus últimas horas en un lugar llamado RDS.

*[N. del T.: ¿Cuántos años? Doscientos más, doscientos menos, nadie lo sabe con certeza].

[N. del E.: No mueras ignorante. Encuentra el lugar exacto en el cual don Miguel colocó a su personaje. Compra ya nuestro Atlas Universal. Uno siempre le puede echar un vistazo, y ese uno, ¿serás tú?].

Cuando la soldada cierra el volumen el acusado está al borde delsíncope. ¿Es para empujar al prisionero a más confesiones, por sadismo o por piedad? El escritor no nos lo dice, pero, antes de emitir el veredicto fatídico, la soldada abandona su postura marcial.

—¡Quién lo hubiera pensado! Eres un hombre culto. Lees a don Quijote. —Diciendo esto, recorre a Isidoro con la vista—. Y yo que me dejé engañar por tu reloj y creí que eras un espía. Peor aún, tu palidez me hizo pensar en nuestro archienemigo, ese maldito Parasol. —La mujer hace una pausa y, encogiéndose de hombros, añade desolada—: Incluso teniendo aquí la prueba de que usted es un asiduo lector del español ese, no puedo dejarlo entrar sin pasaporte, necesita al menos un salvoconducto.

Ante el cambio de tono, las angustias de Isidoro se mitigan y, vislumbrando un rayo de esperanza, el ex soldado hace chisporrotear sus sinapsis; halas, ninguna idea surge y, desasosegado, se pone a temblequear.

Qué joven es… La guardiana, enternecida, piensa que debería existir alguna manera de ayudar a un individuo de esa edad y, sobre todo, amante de los clásicos.

—Usted no es turista, pero ¿es usted, quizás, solicitante de asilo político?

—¿Solicitante de asilo? ¡Por supuesto! Pido a su merced encarecidamente que me reciba como refugiado.

La centinela lo rastrilla con la mirada. Barba de varios días, camisa remendada, cigarrillos enrollados a mano y ese reloj, que seguro es de pacotilla. Y tan pálido, como si hubiera estado viviendo en una cueva. Es un pobre indigente. Nunca poseerá los recursos necesarios. No se trata de otro de esos personajes que han huido cargándose con el tesoro público de su país. No. Esos envían un aviso, llegan en helicóptero y la comedia está escrita de antemano. Ellos a jactarse de su rectitud, ella a asentir con la cabeza; ellos a reafirmar su probidad, ella a exponer el meollo del asunto: el precio, en millones, de un visado para la RDS.

Qué lástima. ¡Alguien que ha recorrido todo este camino con don Quijote a sus espaldas!

 Isidoro la mira, sus ojos imploran; la centinela reflexiona. Recuerda vagamente la existencia de otra solución. ¿De qué se trataba? Se golpea la frente. ¿Cómo pudo olvidarlo?

 En voz alta resume la situación:

—No haces parte de la misión del camión; no eres un espía; a pesar de tu palidez posees un libro de mil trescientas páginas, por lo tanto, no eres originario de Parasol; no tienes visa de turista. Eres un refugiado político sin los medios para pagarle a nuestra administración. Tu única posibilidad es la de completar el cuestionario de la Organización Mundial de las Naciones. Espérame, voy en busca del documento.

La centinela se da la vuelta y desaparece dentro del puesto de control.

Una vez solo, Isidoro se rinde ante la evidencia. Si quiere salir vivo de este lugar debe familiarizarse con la obra que le entregó su padre. La soldada ha dejado el volumen sobre la mesa y se precipita sobre este para examinarlo. Se trata de una impresión in folio que ha visto días mejores; su cubierta, piel verde de cabra, presenta arañazos, desgarros y las letras están desvaídas. Un punto de polilla se ha alojado en lo alto. No tiene tiempo que perder en detalles, debe darse prisa antes de que la guardiana descubra la artimaña. Lo abre. El volumen desprende un olor difícil de definir, acre, polvoriento, a hongo y a roya; un olor a viejo. La guarda de color presenta el mismo agujero de gusano que la cubierta, pero, además, está atravesada por una línea sepia de humedad. Al lado de la página que menciona el título, el nombre del autor y otros detalles de la edición, un grabado: un hombre largo y flaco coronado con una bacinica está rodeado de seres más pequeños, de espadas y de monstruos. Este libro sí que promete, piensa con desconfianza el espía desclasificado. No por nada en Parasol se han quemado todos esos libros. Sin embargo, si quiere permanecer en libertad, la información que contiene es capital.

A pesar de la prohibición de leer un libro tan largo, Isidoro hace un esfuerzo para sobreponerse a su repugnancia. Ello no es fácil, pues tiene que luchar contra años de entrenamiento. Para comprender su aversión al volumen es necesario saber que en Isidoro el mal hábito de la lectura perduró hasta la edad de los quince. No logró interiorizar el desprecio por lo escrito hasta tarde y le costó muchos esfuerzos. Primero tuvo que cavar una brecha entre él, unido a la gente pastelera, y las lecturas prohibidas. Por un lado, las Obleas de Monserrat, los merengues y el turrón de Doña Pepa; por el otro, su inclinación por la palabra impresa. Para su gran descontento, la trinchera que logró cavar entre estos dos mundos resultó profunda pero estrecha, y debía permanecer vigilante para no deslizarse dentro o para no traspasarla de un salto. Es en este periodo que iniciaron sus migrañas y la contracción de mandíbulas. Dado que esta barrera seguía siendo insuficiente, necesitó poner bajo doble candado el recuerdo de todas sus lecturas pasadas, borrar no solo títulos, nombres de autores y tramas, sino también frases enteras y, sobre todo, la cálida reminiscencia del placer de las noches cuando, a pesar de la pesadez de sus párpados, una imperiosa necesidad lo impulsaba a prolongar la lectura hasta las primeras luces del alba. A fuerza de recluir estas memorias en un lugar inaccesible, el dolor de cuello, los calambres musculares y las náuseas se pusieron a embestirlo en los momentos más inesperados de la jornada, valga además la instalación de un dolor permanente de espaldas. Es pues comprensible que durante aquella lejana noche pasada en la RDS Isidoro necesitase emprender una lucha acérrima contra él mismo y que, para permitirse ir más allá del frontispicio de ese ejemplar y adentrase en el primer capítulo, debiera luchar contra la exacerbación de sus dolores de nuca, de sus espasmos y de sus náuseas.

Luego de una E mayúscula adornada con profusión de bucles, lazos y curvas, se dice que un hombre llamado Quijada, Quesada o Quijote se alimenta más de vaca que de carnero, come despojos de ganado todas las noches, huevos con torreznos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos.

Vale, pero¿a quién le importa lo que un ser humano pone en boca? Supongamos que un autor publique que el Mariscal, una vez que ha bajado toda una botella de whisky, se dedica a engullir Kit Kat tras Kit Kat y una docena de barras Mars. ¿Se vería bonito? ¿Y si añade que, luego de hacer manu militari espacio en su tracto digestivo, se atiborra de una decena de Toblerones? No. Nada bonito. No en vano algunas obras han sido retiradas de la circulación. Sin embargo, no tiene más opción que averiguar el aspecto de ese devorador de lentejas. Isidoro hojea, va adelante y atrás, recorre con los dedos las letras, los florones, las cifras acompañadas de guirnaldas a pie de página, los ruedos dorados, y vuelve al primer capítulo.

He aquí, negro sobre blanco, un dato digno de consideración: este hombre es de complexión recia, seco de carnes y enjuto de rostro. Perfecto. Pero ¿a qué se dedica? «Conviene saber que este Hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros». Isidoro tuerce los labios. Este particular no lo ayuda en nada, leer no es un oficio. Apenas es rozado por ese pensamiento, surge la figura de su padre, Marciel Hidalgo, con la cabeza inclinada sobre una obra. Siente un pellizco en el pecho y sacude la cabeza. La situación actual no está como para dejarse arrastrar por sentimentalismos, arre, a buscar datos precisos para, llegado el caso, salir airoso de la entrevista con la militar.

Sus ojos convergen en una larga frase escrita entre comillas. Su pupila brilla. He aquí mi salvación, las informaciones importantes se anotan siempre entre comillas. «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra hermosura». El rostro del ex oficial se alarga. ¿Se están burlando de su persona? ¿Qué significa esto?: «… os hacen merecedora del merecimiento que merece vuestra grandeza».

En la escuela de cadetes, a fuerza de entrenamiento, la ira se ha convertido en la primera naturaleza de Isidoro. Nadie se gradúa sin reaccionar frente al mínimo desaire. Intolerancia, resentimiento y rabia son las normas de la Academia. El adiestramiento diario apunta a que la rabia se concretice en acción. Como buen alumno de la Academia, Isidoro cierra el libro violentamente, golpea la mesa con el puño y se sienta dándole las espaldas al mueble.

¡Ehh! Le dice una voz, no actúes como un descerebrado, ya no estás en Parasol; si quieres que la soldada te crea, ocúpate más bien en desenterrar algunas frases y situaciones que te ayuden a salir de este embrollo.

Isidoro, por más que echa humos y espumea, logra dominarse y, luego de una profunda inhalación seguida de una larga apnea (técnica japonesa de autodominio aprendida durante un curso en la unidad de comandos), reabre el volumen. A pesar de la obscenidad del papel impreso, investiga y da vueltas a las páginas. Otra mancha de líquido, esta vez rosa. ¿Será vino? Un nuevo agujero que no estaba en la cubierta, ¿por dónde inició este gusano la digestión del papel? Al retroceder, Isidoro descubre que el autor, un tal Miguel, ha escrito también un prólogo. La finalidad de todo prólogo consiste en aclarar un texto, piensa con optimismo el candidato al puesto de refugiado. Con ánimos rehechos, emprende la lectura de la introducción, pero al cabo de unas líneas vuelve a subirle la sangre a la cabeza. También esta vez logra contenerse y no realiza ninguna maniobra de demolición. Las clases de autodominio donde los comandos han sido, por lo visto, provechosas. La causa de este nuevo enojo es que Miguel, el autor, no deja de lamentarse. «Mi libro va a carecer de sonetos al principio, por lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, condes, marqueses, obispos, grandes damas o poetas celebérrimos». Esta plañidera exaspera tanto a Isidoro que no puede contenerse. Hombre, puesto que tú mismo te dices poeta y escritor, deja de lamentarte y siéntate frente a una computadora. Compón tú mismo, con tus propias palabras, los poemas que faltan. Ya más tarde decidirás bajo qué nombre los publicas. Yo usaría a los Simpson o a un futbolista conocido. Mira, un soneto compuesto por Maradona haría furor, y te aseguro que nadie vendrá a comprobar. Pero créeme que, si de mí dependiera, te enviaría durante una temporada a Guajira-Guantánamo para que te inspires en compañía de un científico chino y de uno caribeño.

 Recordando que no está en condiciones de enviar a nadie al calabozo, Isidoro vuelve a respirar profundamente y se concentra en la tediosa lectura. Vaya coincidencia. Este Miguel confiesa haber escrito parte de su libro en la cárcel. Ni siquiera sus congéneres podían soportar sus lloriqueos y sus frases sin pies ni cabeza. Isidoro bosteza. Querría abandonar estas páginas soporíferas, pero el instinto de supervivencia le obliga a proseguir con la exploración. Unos párrafos más adelante, un compañero de Miguel entra en el texto para aconsejar al escritor. Isidoro no puede más y, para no sucumbir al deseo de arrancar las hojas, aprieta los puños, vuelve a adoptar el método nipón de relajación y, como mejor puede, ya que la tolerancia no hace parte de sus habilidades, vuelve a armarse de paciencia. «Este es el remedio que propongo, dice el amigo de Miguel. Tomad vos mismo la molestia de hacer los sonetos; luego podréis bautizarlos y nombrarlos como os plazca, atribuyéndolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda de quienes yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas. Y aunque os averigüen la mentira, tampoco van a cortaros la mano». Isidoro está tan sorprendido por estas palabras que relee varias veces el mismo párrafo. Sí, lo ha entendido. El amigo de Miguel propone técnicas de prensa idénticas a aquellas empleadas por el pastelero: atribuir a la espontaneidad de una persona las frases de alabanza compuestas por encargo. ¿Quién iba a imaginar que en otro lugar, más allá de las fronteras de su país, se habían usado idénticos artificios a los de Parasol? Al cautivo le parece ver su escritorio, su computadora y todas las hojas que él escribía, y lo invade la nostalgia por el terruño. Como prosador único y exclusivo de Parasol, el Mariscal le encomendaba llenar páginas y más páginas ensalzando sus logros. Cada semana, además de sus apariciones diarias en las pantallas del país, Isidoro engendraba textos que alababan los logros de la revolución. Cualquier tema, desde los elogios a la última cosecha, las odas a la receta del pastel de frutas averiadas del Mariscal, o la glorificación de los beneficios de la tiniebla, eran válidos. Isidoro jamás firmaba esos artículos con su propio apellido, pues ello habría perjudicado su credibilidad. En vez de su nombre, Isidoro los atribuía a Juanete de la Tortilla, a Robert De Niro, al presidente Strumps o al emperador del Guatepispís.

Isidoro retoma la lectura, no ya bajo el impulso de la necesidad, sino por genuina curiosidad. El autor sigue quejándose. «… me siento incapaz de proporcionar citas, fuentes, debido a mi insuficiencia y a mi escasa erudición, y porque soy naturalmente perezoso de ir a la búsqueda de autores que dicen para mí lo que sé bien decir sin ellos. Mi libro no tendrá acotaciones y estará falto de toda erudición».

Los lloriqueos de Miguel vuelven a exasperar a Isidoro, que debe reanudar con los ejercicios de autocontrol. Afortunadamente, el astuto amigo del escritor no tarda en intervenir: «Pasemos ahora a la cita de autores que tienen los otros libros y de los que el vuestro carece. El remedio que esto tiene es muy fácil, no habéis de hacer otra cosa que buscar una obra que los acote todos desde la A hasta la Z, y ese mismo abecedario lo pondréis todo hecho en vuestro libro».

Además, para hacerse pasar por un erudito, Miguel deberá hacer citas en latín y, sobre todo, no olvidar citar el río Tajo, patrimonio de los científicos en cosmografía.

«Y con estos latinicios y otros parecidos, por lo menos os tomarán por un gramático, que serlo no es cosa de poca honra».

Increíble, piensa Isidoro, estos plagiarios han calcado las técnicas de Parasol al milímetro. Él mismo ponía siempre palabras en inglés o en mandarín; citaba las grandes ciudades del mundo para demostrar su retraso; improvisaba los nombres de aquellos grandes señores o científicos quienes, era resabido, solo juraban por la repostería parasoleña; fundaba ex nihilo un sinfín de universidades de igual reputación e inexistencia en cuyas aulas mentes geniales se dedicaban a desentrañar el secreto del éxito de Parasol, y citaba a imaginarios periódicos extranjeros que en su gran tiraje alababan la prosperidad del país.

El fugitivo examina otros párrafos y queda asombrado no solo por la invención, sino también por la pluma de este Miguel. Sin embargo, al mismo tiempo que admira, se siente alarmado por el dominio del plagiario. Isidoro siempre ha sido el único y exclusivo corifeo de Parasol, nadie ha alcanzado su nivel; en el campo yermo de letrados de ese país, en donde la numeración de páginas y la lectura andan severamente restringidas, la competencia es inexistente. Pero este Miguel que acaba de surgir de la nada podría volverse peligroso. ¿Qué si ganare reputación, si famoso se hiciere, si la habilidad de su pluma llegare a oídos del Mariscal? Peor aún, ¿si llegare a alcanzar el nivel de Isidoro? Sobre esta última posibilidad, el ex teniente alberga fuertes dudas. Pero debe reconocer que se halla frente a un serio rival. Inútil vendarse los ojos. Sigue leyendo y las aventuras del personaje, en vez de hacerlo sonreír, le provocan gastritis. Maldito sea. Debe admitirlo, se trata de un prosador de envergadura, un émulo que no puede subestimar. Este oscuro personaje podría reemplazar a Isidoro en un santiamén y él, el preferido del Mariscal, pasaría a segundo plano o incluso, que el destino no lo permita, podría perder estipendio y honores y convertirse en un desempleado más (cosa que en Parasol, por experiencia paterna, no es una perspectiva envidiable).

En todo esto piensa el solicitante de asilo, olvidando que ya ha sido despedido de su puesto y que ya no es ni el comentarista de noticias, ni el escritor de himnos a la gloria del sistema.

Recordando sus primeros años en el barrio de la Mancha, en el 101 de la calle 678, cuando su padre había perdido su puesto de profesor, Isidoro se ensombrece. ¿Todo este camino, todos estos esfuerzos, para volver al punto de partida? Es injusto. Él mismo, con sus propias manos, es el inventor de las técnicas recomendadas en el prefacio del Quijote. Es él, durante sus emisiones, quien sacó de su bolsillo las estadísticas del M. I. of Teknologsky; él solo, sin la ayuda de nadie, inventó las conclusiones de Luigi di Se-non-é-vero-é-ben-trovato. En ausencia de publicaciones extranjeras, es él, basándose rigurosamente en fuentes inexistentes, quien publicó las disertaciones de Jean Pierre du Mambó alabando el régimen. ¿Y ahora un desconocido llamado Miguel usurpa sus propias técnicas y va a dejarlo en la calle?

Es absolutamente necesario luchar contra ese Miguel, iniciar un proceso, atacarlo en los tribunales internacionales, acusarlo de plagio y de falsificador. Le hará un juicio por daños y perjuicios y por autoría engañosa. Gritará perjurio y mala fe. Será fácil, bastará hallar la fecha de la primera publicación de ese Quijote. No cabe duda de que es muy posterior a las rimas, textos y emisiones que él mismo ha pergeñado durante estos últimos años.

Comprobemos antes que nada cuándo se imprimió este libro por primera vez. Isidoro revisa las cifras anotadas en las páginas de la portada, en los contraplanos y en la parte posterior del volumen. Según sus cálculos, esa obra se ha redactado unos años después de la divulgación de su poemario Oda al suflé que no sube y debe ser muy posterior a su serie de conferencias en pantalla Quemaduras causadas por la radiación lunar.

La causa legal será fácil de ganar y el robo intelectual se probará sin ambages.

Isidoro voltea las páginas del libro de piel verde y, en la parte inferior del lomo, en el interior, descubre un colofón. Menciona, en letras pequeñas, la data primera de impresión del Quijote.

Es evidente que la imprenta que escribió esta fecha tenía los engranajes atascados, el chorro láser deficiente y que la tinta estaba o demasiado espesa o demasiado diluida. Qué error garrafal. Imprimir una fecha tan improbable como absurda. Isidoro cierra el volumen y, enfurruñado, cruza los brazos sentándose de espaldas al libro. No importa, si se trata de un editor honesto, reconocerá el fallo de su impresora. ¿Y si no es honesto? Sí, bandidos de toda calaña circulan en libertad; además, seguro que ese marrullero piensa que al reconocer un desperfecto en sus herramientas dañará la reputación de su empresa y se quedará sin clientes. En ese caso, es muy probable que se niegue a reconocer su error. No importa. Si el editor niega los hechos recurrirá a un peritaje profesional, hará examinar el material de producción y demostrará sus imperfecciones. Será más complicado, pero la victoria lo exige.

Pero si…

Oh, eso no puede ser. Si es eso, está perdido. ¿Qué? ¿Un descuido voluntario, una fallo intencionado? ¿Puede tratarse de un error premeditado? ¡Dios! Tener el descaro de imprimir la fecha de −605, cuando es obvio que en esa época nadie había inventado los trucos de prensa de Parasol y nadie poseía ni el virtuosismo ni la pluma de Isidoro.

Si no se trata de un error inocente de impresión,sino de una maquinación concertada de antemano en previsión a un litigio, entonces corre el riesgo de no ganar el juicio. Dios, ese Miguel va a robarle su autoría, se va a apoderar de su lenguaje y de su invención, y todo ello sin obstáculo legal alguno.

¡Malandrín, truhan, estafador!

 

[N. d. E.: Tu búsqueda termina aquí, sé la mejor versión de ti mismo, compra nuestro Atlas Universal].

 

 

 

 

 

 

9

 

Karma 3

 

 

Luego de mucho buscar, la soldada se topa, abandonada en lo más alto de una estantería, con los formularios de la Organización Mundial de las Naciones; están, desde hace años, enterrados bajo una pila de viejos archivos. Adherido al block descubre un nuevo protocolo que también necesita urgente desempolve: posee el sello de una prestigiosa ONG. La soldada recuerda la

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