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Por Ricardo Lapin

Nos presentaron amigos comunes en una fiesta de cumpleaños, y me flechó su mirada intensa, el navajazo de sus ojos aguamarina. Terminamos esa noche en su departamento y fue el comienzo de una relación sin etiquetas.

La pasábamos excepcional juntos: en paseos, en bares, en la cama. Era un comienzo y nos guardábamos de romper esa magia; por ello no hacíamos preguntas peligrosas ni encarábamos charlas sobre política, familia, ni nada profundo. Quien quería, como al acaso, confiar un recuerdo, un aroma, algo personal, lo hacía; pero sin esperar una simetría o una respuesta. Había algo en su forma de abrazar que era a la vez un par de brazos poderosos, pero con una fragilidad y cuidado como quien sostiene una flor seca.

Me emborrachaba su tacto y su contacto, la sensibilidad con que sus dedos recorrían mi cuerpo, sin abalanzarse como los machos alfa, directamente al sexo, o brutalmente a los pezones. Agradecía su sensibilidad y gentileza, su cuidado y atención a mis reacciones de placer o incomodidad. Sabía, en algún lugar muy profundo e interno, que era mi hombre. Era una intuición

que crecía encuentro a encuentro, entre comicidad y emoción, de estar bien, de ser el uno para el otro sin exigir ni pedir, de percibir a ese otro tan cercano

y aún tan desconocido.

Me despertaba a veces de noche con un mal sueño, y allí estaba él a mi lado dormido como un león, respirando suavemente y su presencia disipaba todo temor y mal. Recuerdo los días que terminaba mi trabajo y viajaba a su departamento (aún manteníamos cada uno el suyo: medio año es temprano para decisiones rotundas como la convivencia) y al bajar del ómnibus había tres cuadras en bajada hasta su casa; iba acelerando en la bajada mientras palpitaciones de alegría me acercaban hasta la puerta, las escaleras de piedra, su castillo encantado de dos ambientes y medio, su gata gris que al principio  me disputaba la cama y luego se entregó como él, ronroneando de placer. Los últimos metros antes de llegar los hacía casi corriendo, no por la bajada sino por la ansiedad.

Y llegó, inevitablemente, la discusión. Nuestra primera pelea. Era precisamente una semana calma, pero sí intensa: las vacaciones de Sucot, fiesta de las cabañas. Nosotros trabajábamos normalmente, pero al no haber colegios ni jardines de infantes, mucha gente estaba de vacaciones obligadas.  El sábado siguiente, sería el aniversario setenta del kibutz donde nació, y sus padres le presionaban para que llegara a la fiesta. Ambos nacidos en Hungría, ambos sobrevivientes del Holocausto. Durante seis meses sólo fuimos de visita al kibutz una vez y esto luego de meses de insistirle en el asunto: sin dudas no tuvo una infancia feliz a pesar de lo pastoril del lugar.

Agradecí su generosidad y al regresar de esa visita se disculpó infinidad de veces por las preguntas sin fin de su madre, indiscretas e invasivas algunas veces, así como por el silencio de su padre. Le dije sinceramente que estaba todo bien y que entendía asu madre por sentirse tal vez amenazada, que le arrebataban- quizás- a su pichón. Que era ya águila, con ese cuerpo de Olimpo agrícola, de crecer bajo el sol del desierto del Neguev occidental, de nadar como un delfín entrenado para la selección nacional de waterpolo, y rematado con su servicio militar en el comando naval “Shaietet 13”.

Pero para una madre un hijo es un hijo hasta su muerte, esto lo entendí mucho después.

Nuestra discusión sucedió de un modo torpe, quizás hasta idiota. Y encima en medio de esa semana donde medio mundo pasea, visita amigos, se va al mar. Nosotros no, porque nuestros lugares de trabajo continuaban su rutina común y corriente.  El sábado anterior se había conmemoradoYom Kippur, el Día del Perdón y en principio bufamos que cayera en fin de semana, pues es el feriado más extremo del calendario: ni autos en las calles ni negocios abiertos. Nosotros, que Dios nos perdone, pasamos ese viernes y sábado sin salir de la cama. Hicimos el amor como conejos, sin pausa y con renovada pasión luego de cortos letargos y descansos, para recomponer la respiración y relajar los músculos. Para beber agua o ir al baño.

Llegó la semana festiva, y la noche del miércoles sucedió: una maldita discusión, imbécil por demás. Hoy me es claro- bueno, me lo dijo la psicóloga- que con distintas variantes toda pareja tiene una “primera discusión” así como nosotros, pero yo lo percibí como algo tremendo,

muy doloroso y dramático. Le eché en cara algunas cosas bastantes tontas viéndolo hoy y así como él se encerró en un silencio espectral, yo continué más furibunda hablándole. Hasta que le grité que no se quede así como una momia, callado como su padre. Su mirada echó fuego azul, y me contestó con un enojo visceral. Dijo cosas muy hirientes, pero de facto ambos dijimos cosas que no hubiésemos tenido que decir.

Mi psicóloga diría más tarde que ambos éramos “nuevos” en este magisterio de la convivencia- los dos tuvimos parejas, relaciones cortas de placer- y que esa discusión vino a revisar los límites de dicha relación. Cuando sentí su voz casi temblando de bronca incontenida, entendí que no quise herirlo, que me era imprescindible bajar la altura de las llamas…que nos calmemos, en fin. Le dije evitando mirarle la cara que no es bueno ir a dormir peleados. Apretando sus dedos nerviosamente dijo mirándome a la cara “No tengo nada más lo que decir” y sentí esta vez que el filo de su mirada me cortaba la carne. Le supliqué débilmente que me perdone-creo que no me escuchó- pero él se levantó sin decir palabra y se fue a dormir a su casa.

Durante todo el jueves no hablamos, cada uno atrincherado en su despecho y orgullo herido. Yo me lamentaba, pero mi ego pudo más. Fue una noche que no pude casi dormir, pero por fortuna los viernes no trabajo. Me levanté el viernes pasado el mediodía; miré mi teléfono celular, buscando un mensaje, una llamada perdida: nada. Mi enojo se recompuso. ¿Quién se creía que era? No tenía fuerzas para nada, ni para salir, ni para contestar amigas que me preguntaban que hacía el fin de semana.

¿Habrá decidido ir a la fiesta del kibutz? ¿Decidió cortar nuestra relación de esa manera tan brutal, tan infantil? Cené sola, en el pequeño balcón de mi departamento, hasta que las risas y charlas emotivas de la calle hirieron mis oídos y mi ser y me encerré en el salón, frente al televisor con música de bossa nova en YouTube. El zumbido del mensaje de entrada en el celular me despertó bien tarde ese viernes de noche.

“Quiero que nos encontremos mañana, tú decides lugar y horario”.

Una roca cayó de mi diafragma y comencé a respirar a sorbos lentos de oxígeno; con una sonrisa interior me dije “No, no viajó al kibutz”. Precisaba dormir, para estar presentable y funcional al encontrarnos al día siguiente:

no decir una pavada, ni siquiera media. Dormir, esa era la prioridad. Me llené 3 vasos de whisky y los tragué uno tras otro (si mi padre me viera: “así no se bebe a un Single Malt de 15 años”) y algo atontada, alcancé a tirarme sobre mi cama.

Me desperté el sábado de mañana en medio de una pesadilla: sirenas sonaban a todo volumen y me llevó unos instantes comprender que era un ataque con misiles y que tenía un minuto para vestirme y salir a las escaleras del edificio. El espacio entre las escaleras estaba en cada piso con sus respectivos vecinos: casi todos atemorizados, aún medio dormidos, algunos en calzones y con el pecho peludo al descubierto.  El asqueroso viejo baboso del quinto piso no dejaba de mirarme las tetas bajo mi blusa de dormir. Me crucé de brazos y le devolví una mirada de odio. Apenas regresé hubo otra sirena y luego otra más. Esta vez hubo explosiones del sistema antimisiles sobre nuestras cabezas. Un boom tremendo que sacudió ventanas y sacó gritos y llantos a mujeres y niños. De regreso a casa prendí el televisor.

Caos, una pesadilla: terroristas habían conquistado ciudades, kibutzim en el sur y bases militares. ¡Mierda! De pronto recordé nuestro encuentro, o nuestro desencuentro: no cerramos lugar ni horario. Lo llamé infinidad de veces, pero sólo un mensaje lacónico pedía dejar un recado. Tenía el celular cerrado. Maldito enojo, maldito estúpido enojo.

Ese sábado fue un suplicio: cada nueva información sobre asesinados, gente escondida en sus casas con niños o jóvenes del festival Nova, suplicando ayuda detrás de un arbusto rodeados de decenas y cientos de asesinos y violadores. Más llamadas sin contestar, luego a amigos comunes. Nadie sabía nada hasta que la esposa de uno de sus amigos de unidad, me dijo que se juntaron tres camaradas y viajaron en dirección al sur, con sus revólveres.

El noticiero decía que su kibutz, como otros vecinos y cercanos a la alambrada-límite con Gaza, habían sido invadidos y secuestraban y asesinaban a sus habitantes. También en las ciudades cercanas. Infierno.

Cercana a la noche, yo estaba llorando en estado catatónico frente al terrible noticiero sin fin. Pasó ese maldito sábado y recién dos días más tarde, la esposa de su amigo me comunicó que su esposo estaba en estado grave internado en el Hospital Soroca de BeerSheva y que los otros dos compañeros habían muerto enfrentando terroristas. Mucho después me dijeron que lucharon heroicamente, que salvaron muchos chicos y chicas sobrevivientes de la fiesta; que tuvieron cuatro enfrentamientos sucesivos, usando ya armas largas de los terroristas y que en algún momento del anochecer del sábado lucharon contra decenas de terroristas que los rodearon, hasta quedar sin balas, ya cerca del kibutz donde nació.

Me imaginé su cuerpo perforado de balas en algún campo que lo vio crecer; quise imaginarlo entre espigas doradas al viento del atardecer, pero no es tiempo de trigo ni espigas: solo de dolor y muerte. Nadie vino personalmente a hablarme, pues no éramos familia y ni siquiera pareja que convivía junta. Fuimos amantes, fuimos pareja imberbe, trenzados en una discusión estúpida y separados por ella. Seguramente hubiéramos vuelto a querernos, más adultos y más maduros. Cada quien en el país se dedicó entonces a sobrevivir y yo… yo dediqué meses a maldecirme por mi maldito, imbécil enojo.

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7 thoughts on “DISCUSIÓN

    1. Gracias José, moadim lesimjá !!! Que este nuevo año traiga pacificación y curación, hay mucho para arreglar eintentar mejorar.

    2. Gracias José, moadim lesimjá !!! Que este nuevo año traiga pacificación y curación, hay mucho para arreglar e intentar mejorar.

  1. Qué texto tan emotivo!
    Refleja bien las vicisitudes de la pasión, la muerte y de la masacre del 7 de Octubre.
    Y esta vez, con una protagonista mujer!
    Me ha gustado mucho, Ricardo!

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