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Por Patricia Winer

Tapaste el espejo de tu casa con una cajonera alta. Desde que te habían soltado aquellas palabras, no soportabas pasar por delante y ver reflejada una imagen tan pequeña. Comenzaste a descartar ropa por el miedo a provocarle celos. Te cargaste una mochila ajena que no te permitía caminar erguida. Danzabas sobre arenas movedizas.

Alguien alguna vez te habló de esos talleres y la idea de experimentar te llegó a seducir. Por fin te decidiste. No tenías idea de quienes eran las personas con las que te irías a encontrar. Eso no te detenía, nada sería más difícil como luchar contra gigantes, al frente de las batallas de pánico que te perseguían con frecuencia. El grupo llevaba un año con aquellas reuniones. Te dijeron que igualmente te podías incorporar. Cada sesión duraba desde las dos de la tarde del viernes, hasta las cuatro de la tarde del domingo. Un fin de semana intensivo cada dos meses. A vos no te llevó la simple curiosidad. Estabas inmersa en una búsqueda. La de encontrarte. Llenaste el formulario de inscripción con tu nombre en mayúsculas “ISHTAR“, y con una determinación que no sé a veces de dónde la sacás, emprendiste dos trayectos en coche compartido para llegar. Hasta Valencia primero, a Zaragoza luego, tu destino final. Los viajes resultaron amenos, siempre encontrás temas sobre los que conversar mientras te vas envolviendo en capas de misterio con invitaciones incluidas para que te descubran. Vos sos como una Mamushka… Tenés muchas mujeres dentro. Intentaste acomodártelas de la mejor manera, para que entraran con vos.

El paisaje era la postal de un sitio despoblado detenido en el tiempo. Casas desiguales de adobe amarillas con ventanas azuladas sobre calles estrechas sin pavimentar, adornadas con las hierbas que crecían salvajes. Un manantial ofrecía sus aguas desde la montaña sobre un viejo lavadero donde ya nadie lava. Entre los almendros y cerezos, un manto de tonos verdosos perennes hacían de prólogo a las montañas de picos nevadas. Dos gatos blancos dormían acurrucados en una esquina donde caían unos rayos perdidos de sol.

En la recepción te comunicaron que la mayoría ya estaba en la sala principal. Te indicaron que debías bajar por un camino angosto y luego subir por el sendero que te guiaría sin posibilidad de pérdida alguna.

Te dieron la llave de tu habitación. Te relajaste al saber que te había tocado una de uso individual. Habitación Luna, en la segunda planta de la casa amarilla. Dejaste tu maleta, diste un vistazo rápido al techo abuhardillado de madera y subiste unos grados la calefacción para estar caliente cuando regresaras. En el espejo colgaste uno de los abrigos, tapando más de la mitad. Emprendiste la marcha hacia la sala. Sentiste el frio y las dudas saliendo como humo blanco del aliento de tu boca.

O me encanta, o me escapo corriendo, pensaste dándote coraje.

Subiste la cuesta con pasos largos y respiración entrecortada. Abriste una reja de hierro, después una pequeña puerta que daba a un pasillo con dos aseos, un espejo grande que pasaste de largo, percheros llenos de abrigos gruesos y estantes con zapatillas. Entendiste que te debías descalzar para ingresar a la sala. Un chico te sonrío para después soltarla frase temida: “Hola, me llamo Marlon ¿Eres la nueva?”.  Saliste de la situación con simpatía y le respondiste: “¿Tanto se me nota?”

Marlon apoyó su mano sobre tu hombro en un gesto latino que te gustó.

Te dijo: “Entremos que empezaron. Solo dejate llevar”. Las palabras mágicas…

Empujó los dos enormes portales de madera que se abrieron hacia adentro en un instante eterno en el que tu cabeza preguntaba qué estabas haciendo en ese extraño lugar. No había que presentarse ni saludar. Danzaban. Tenías que hacer lo que más te gustaba. Dejar que tu cuerpo se expresara libre, desinhibido, sin cadenas. Nadie miraba a nadie salvo que te cruzaras en su paso. Te miraban a los ojos, te sonreían y seguían. Vos también danzabas. Los tambores africanos repicaban subiendo el ritmo de los cuerpos que sudaban. Girabas con los brazos abiertos, el cabello revuelto sobre tu cara, los primeros miedos escapando por alguna de las treinta pequeñas ventanas sobre las que golpeaban los copos de nieve. Bailaste hasta que no pudiste más, e igual que el resto, te tiraste al suelo despojada de cualquier posible pensamiento. El primer objetivo estaba cumplido. Agotar al extremo al cuerpo para que la mente no pudiera pensar. Mientras te volvía de a poco el aliento, observaste sobre tu cuerpo un inmenso techo redondo con rayos concéntricos tal y como tantas veces, lo habías soñado. Poco a poco se fueron acomodando. La facilitadora era una mujer hermosa. De cabellos ondulados estilo surfero, llevaba un corpiño negro de algodón y un pareo turquesa anudado debajo del ombligo. Les dio la bienvenida y dirigió la primera dinámica tántrica de tu vida.

Una consigna sencilla al principio. Caminar en un sentido y al contrario por la sala circular de trescientos sesenta metros. Con los ojos cerrados. Hasta toparte con alguien. Abrir los ojos, mirarse dos minutos en silencio y contarse mutuamente una fantasía sexual. Por suerte te chocaste con Lucía, chica y bastante más joven. Pasaste un poquito de pudor, pero lo superaste.

Si con lo siguiente te mantuviste en el sitio, es que indudablemente, era tu lugar. Hay que ser muy valiente para desnudarse entre desconocidos. Cuarenta y cinco personas tan diferentes y tan iguales. Sin nada visible que ocultar. Con la perfección que tiene todo lo imperfecto. Terapia de choque le llaman. Te vestiste de vulnerabilidad para sentirte respetada. Una vez despojados los prejuicios, se volvieron a cubrir. Después llegó el verdadero desnudo. El de los miedos, el de la aceptación, el de pedir ayuda, el de estrujarte el corazón y rearmarte los pedazos rotos.

Lucía te guiñó un ojo, cuando vio que el azar te puso de compañero para el siguiente trabajo, a la mejor versión de tu fantasía. Las dos sonrieron con complicidad. Aprendiste que un abrazo es un abrazo pasados seis minutos. Te hiciste consciente de tu energía cuando en ese ejercicio en silencio, cinco compañeros de la sala dibujaron la bandera de ese lugar, el único donde vos lográs sentirte en casa. Ellos apenas conocían de su existencia. Recibiste dos regalos:  Un “lo estás haciendo bien, princesa” como recién salido de las voces de tus papás y un “Nada es imposible” en un libro imaginario firmado con pluma y tinta china por todas las mujeres que te habitan. Las emociones afloraban por todos los rincones. Todos tenían necesidad de una palabra que habían estado esperando desde niños y un nombre afirmando mucho más que una identidad.

Todos tenían cicatrices que podían sanarse con besos y labios.

Incluso vos, ahí, donde te sobraban kilos, supiste que es donde más te estaban faltando las caricias. Te tocaste la piel. Con la yema de los dedos y la presión del alma. Para que otros sepan tocarla después, más tarde, cuando de nuevo estuvieras lista. Aprehendiste el desapego y el amor incondicional entre un grupo de extraños conocidos. Te dolió por semanas el pecho. Dicen que es el cuarto chakra desbloqueándose. El que se relaciona con el funcionamiento del sistema inmune, la glándula del timo y el bombeo del corazón. El responsable de darnos inequívocas “corazonadas”.

Como en toda despedida aquello fue un remolino de lágrimas. Viniste cambiada. Tan vos…

Mirate ahora que volviste y sacaste a la calle la cajonera alta de tu casa.                

Mirate ahora… ahora que te gustas como sos.

¿Y el grupo? Se quedó con tanto tuyo igual que vos te quedaste con todo lo demás. Al final se trata siempre de la gente. Por suerte siempre hay otros días y otras palabras y otras personas, si mirás bien del otro lado de cualquier espejo destapado.

Acerca del Autor

Patricia Winer

Patricia Winer (Buenos Aires, 1971) Poetisa de alma y escritora en ciernes. Diplomada como Contadora Pública Nacional, su balance arroja un cero en el stock de rencores, una columna de besos morosos y un haber de abrazos pendientes. Su piel sigue sudando rebeldía. Se instaló en la piel de una inmigrante. Es siempre pasajera en trance. Vive a orillas del Mediterráneo y naufraga entre las letras. Adora leer, bailar y los buenos vinos. Odia las despedidas y nada le molesta más que una noche perdida… Sabe que si no sueña no le queda nada y si se le acaba el mundo, lo volvería a escribir…
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7 thoughts on “Del otro lado del espejo

  1. Hola Patricia:
    Un placer leerte… Sobre todo para conocerte. Sí, eso me pasa cuando leo, me queda la sensación de conocer al autor del texto.
    Identifiqué tu texto con la biodanza, con la que tengo estrecho contacto porque una de mis hijas es facilitadora de esa disciplina. Esto le dio verosimilitud a tu relato —para mí— ya que conozco el poder transformador de la misma.
    ¡Gracias por invitarme a pasar por aquí.
    ¡Felicidades! ¡Ah! No pude registrarme. Me sale una ventana diciéndome que «en este momento no es posible registrarse».

  2. Patry, me ha llegado tu relato, he sentido la frustración, la lucha, el viaje hacia la liberación de la protagonista. Me gusta el mensaje esperanzador que transmite

  3. Patry, soy Elena. Te he dejado un comentario más el correo electrónico no sé si lo he indicado bien. Lo vuelvo a reescribir para poder acceder a otros textos o poder recibir notificaciones

  4. Buen día Patricia. Fue un grande aprendizaje leer tus textos, invitan a continuar leyendo. tienes una forma d escribir muy creativa y además tienes el don de llamar la atención para continuar en la lectura.

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