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Por Oscar Garza Villarreal

Levantó la cabeza al cielo y le pareció perderse en aquella inmensidad bermellón de la tarde. Debían ser cerca de las siete y el sol no cesaba. La explanada por la que caminaba, remedaba a un horno de piedra bajo sus pasos. Echó una mirada hacia atrás y vio como el baldío poco a poco se iba quedando atrás. Eso le dio ánimo y con sus labios agrietados, sonrió tenuemente. Aún había esperanza.  

Sudaba, y cuando parecía que el sudor viejo estaba por secarse, comenzaba a sudar de nuevo, aunque cada vez un poco menos.

—Me estoy secando— pensó.  Sus piernas, doloridas, enfundadas  en una fina costra de tierra y sal, la llevaban por el camino casi en automático, cual si no fueran suyas. Sintió que le fallaban y, por un instante, se detuvo junto a una hilera de mezquites para descansar, pero allí no encontraría descanso alguno. La  triste sombra de aquellos árboles endebles y ralos, apenas alcanzaba para cubrir a los cuervos que se disputaban con furia algunos despojos.  De cualquier forma, se apoyó en el tronco del más próximo y el peso de su cuerpo se relajó, agradecido por el soporte.  —Cinco minutos nada más— dijo — y se quedó en silencio. Carecía de saliva ya y su boca sabía a ceniza. 

Ahí, parada bajo la sombra inexistente, sentía como si el sol mismo se hubiera metido en sus entrañas, chamuscando sus pulmones e hirviendo su sangre con cada respiración. Sus pensamientos se hilvanaban sin sentido de uno a otro y el tiempo se ralentizaba hasta casi arrastrarse. Sintiéndose flaquear, se le ocurrió casi divertida, que quizá podría pararse bajo la sombra de su propio vestido o de echarse un rato en el zaguán de los caserones que se asomaban desperdigados a ambos lados del camino, velados por la luz cobriza de la tarde.

Supo entonces que tenía que seguir. Debía llegar al pueblo y encontrar el lugar del que le habían hablado antes del viaje, hace muchos meses atrás. Un refugio para gente sin rumbo, para gente como ella. No recordaba el nombre, un acrónimo largo y complicado, pero estaba segura que lo reconocería al verlo. Ahí, para bien o para mal, acudían a los viajantes que se quedaban en el viaje, aún de este lado del río.

Primero escuchó el rumor venir desde muy lejos, por lo que se dirigió en esa dirección y acto seguido, creyó reconocer un tenue olor a tierra mojada,  como ocurre con las primeras gotas antes de las tormentas. Así ocurría en su hogar, allá lejos, en las selvas costeras. Siguió su marcha y  finalmente la vio, clara y resplandeciente, con agua  brotando a borbotones  en el centro de una plaza.

Mojó sus cabellos y su rostro en la fuente.  El líquido se sentía como bálsamo sobre la piel ardiente. Empapó su espalda y bebió hasta que el abdomen se le hinchó y comenzó a dolerle.  Acalambrada tuvo que sentarse en el borde de la fuente para recuperarse.

Poco a poco y uno a uno, los paseantes y demás gente que ahí había fueron acercándose.

 — ¿Está usted bien ? ¿Estás perdida ? ¿Necesitas ayuda ?— le preguntaron,  pero ella no consiguió emitir palabra alguna, solo profundos sollozos y levísimas lágrimas de sus ojos secos.

—Debe ser una de aquellos. Los que llegaron antier— dijo una voz.

—Llámenle a la licenciada Alfaro. Antes de que la agarren— sugirió otra.

—Pa’ que se meten en broncas. Ya vendrán por ella. Ese es su pedo no el nuestro — sentenció una tercera voz de entre la gente.

La mujer se tomó de sus ropas mojadas, tratando de asirse de algo, de cualquier cosa. La esperanza se esfumaba. Inmóvil, desde su pequeño oasis, vio como el ruido y el polvo traían a unos hombres armados y vestidos con uniforme del color arcilla de las paredes del pueblo. Su llegada fue súbita, como si de la tierra misma hubieran salido.  De manera hosca, apartaron a la gente ahí presente.

—Nada que ver aquí señoras y señores. Dejen trabajar a las autoridades— vocearon y de manera casi protocolaria le preguntaron por su estado de salud.

—¿De dónde vienes y qué andas haciendo por acá ?— dijo uno de los oficiales dirigiéndose a la mujer.

—Vengo del sur— respondió escueta, tal cual le habían recomendado hacerlo.

—No chingues, eso se ve de a huevo. ¿De dónde exactamente?—  preguntó el oficial exasperado, como si estuviese cansado de oír la misma respuesta.

—De Chetumal. Allá en Quintana Roo. De ahí soy -mintió. De hecho solo había pasado por ese lugar cuando recién había cruzado la frontera con México, pero también le habían instruido que dijera que era nativa de ahí.

— Otro de Quintana Roo. Yo la mera verdad no sé que andan haciendo por acá, Teniendo la playita con madre allá en el caribe-—hizo una mueca burlona a uno de sus compañeros y añadió— ¿Tienes papeles para probarlo o crees que tu palabra hace la buena así nomas ? 

La mujer bajó la cabeza y miró sus piernas, ahora rayadas por el recorrido del agua sobre la costra de mugre de sus piernas . Ahora si ya no quedaba esperanza.

— Vas a tener que acompañarnos.

—Oiga, espérese. ¿Qué no está viendo cómo viene la pobre ?— intervino una mujer que había estado de mirona. Que la vea el médico primero. De seguro está toda asoleada. 

—En la comisaría la verá el médico. Ahora apártese y déjenos trabajar o nos acompaña usted también.

—¿Cómo va a ser ? Si no me estoy metiendo en nada. Nomás digo que hay que atenderla. La pueden matar, si no la atienden rápido.

— Nomás con cuidadito , que esta usted hablando con la autoridad.

Continuará…

Acerca del Autor

Oscar Garza-Villarreal

Oscar Alejandro Garza-Villarreal, nació en 1981 en Nuevo León, una región industrial ubicada en la Sierra Madre Oriental del noreste mexicano. Tras una infancia feliz, aunque complicada debido a diversas situaciones familiares, desde muy temprana edad se acerca a las artes, en especial a literatura. De ellas obtiene un importante medio de expresión y una estabilidad interior. Sin embargo no llegará a emprender una carrera en el mundo de las artes, sino que desoyendo el consejo de amigos y maestros, cursa estudios de medicina en la Universidad Autónoma de Nuevo León, de la cual también obtiene un titulo de especialista en el area de ginecologia y obstetricia. Al concluir sus estudios, labora por algunos años como médico rural así como en el ámbito privado de su ciudad natal. En el año dos mil dieciocho, persiguiendo un antiguo anhelo, emigró al estado de Israel , donde continuó su formación con estudios de posgrado en infertilidad y técnicas de reproducción asistida. Es ahí también donde conoce a su esposa vuelve a sus intereses artísticos, como la fotografía y el dibujo. En año dos mil diecinueve, buscando gente de habla hispana que compartiera su afición por la literatura, se acerca al Instituto Cervantes de Tel Aviv, donde tras cursar varios talleres de escritura, pasa a formar parte de la comunidad de autores del instituto. Desde el dos mil veintidós radica en la ciudad de Florencia, Italia, con su esposa,desde donde trabaja en su primera novela y continúa en contacto con la comunidad de escritores de Tel Aviv.
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