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Por Diana Dimerman

Amaneció fresco a pesar de ser fines de julio en Israel.

– Querido… ¿vamos a la playa?- le pregunté a mi marido, que todavía se estaba desperezando.

Me miró como si estuviera loca.  Abrió más sus enormes ojos negros y me contestó en medio de un bostezo.

-¿Con estos calores?

-No, fíjate. Salí al balcón, está fresco.

Salió al balcón con pocas ganas, pero estuvo de acuerdo conmigo.

Preparé una canasta con frutas y salimos rápido, para aprovechar el día.

Ya somos jubilados, por eso a los dos nos es fácil hacer estos planes espontáneos.

Vivimos en Petah Tikva, no hay playa en nuestra ciudad y nos gusta ir a la de Rishon Letzion.  Tel Aviv o Hertzlia están más cerca, pero Rishon tiene una playa grande que se junta con la de Bat Yam y podemos hacer caminatas largas.

Era miércoles, día de semana, mucho tráfico.  La ruta 4 estaba “hasta las tetas” hablando mal y pronto.

Jaime me miraba con ganas de matarme:

-Te dije que no era para ir a la playa.

-Bueno, pero está fresquito y tenía tantas ganas- me justifique hablándole cariñosamente y acariciando su mano.

Al rato los coches se fueron deteniendo, los de adelante se iban desviando a derecha e izquierda para no chocar quien sabe con qué o quién.

Mi marido intentó hacer lo mismo, pero ya no pudo y quedamos en primera fila viendo dos coches detenidos uno al lado del otro.  No se veían rastros de un choque, pero junto a ellos, dos hombres se estaban peleando a los puñetazos.

Eran jóvenes, no tendrían más de 40 años, los dos grandotes, de físico importante, hasta se parecían.

-Ni loco bajo a separarlos – dijo mi marido – a ver si salgo ligándola yo.

-Voy llamar a la policía- le contesté mientras buscaba mi celular en el bolso.

En ese momento, se escuchó la sirena, alguien ya había hablado, pero estaban lejos todavía y con el amontonamiento seguro tardarían más de lo esperado.

De uno de los coches salió una mujer llorando que gritaba -¡basta, basta no peleen más, por favor! –

Los dos hombres chorreaban sangre de sus narices y no le hacían caso, seguían a las trompadas, se resbalaban en su propio sudor.  Ya no estaba fresquito, la temperatura ahí en el asfalto, había subido casi a 39 grados y todavía no eran las 10 de la mañana.

Jaime otra vez se quejó: 

-Tenés cada idea vos…

-Pero viejo, yo que sabía que nos toparíamos con algo así…

La mujer siguió gritando.

-¡Son hermanos, como puede ser que se odien tanto!

Mi marido y yo nos miramos.  Los dos sacamos la cabeza por las ventanillas para escuchar mejor y en tanto, la policía llegó, los separaron y esposaron, mientras otros agentes despejaban la ruta.

Llegamos a la playa mucho más tarde de lo previsto, casi al mediodía. Hacía un calor sofocante.

Nos acomodamos debajo de una sombrilla y recién entonces, Jaime me preguntó:

-¿Escuchaste lo que gritó la mujer?

-Si, que eran hermanos… ¿vos escuchaste lo mismo? -pregunté-

-Si- contestó Jaime pensativo.

-Por eso eran parecidos- pensé en voz alta.  Y comenté con tristeza:

-¿Qué hace pelear a dos hermanos de esa forma?  Se estaban matando…

-Hay miles de razones- dijo Jaime -empecemos por las herencias y de ahí en más, la lista es larga.

-Incluí el calor- completé, sacudiendo con fuerza mi abanico de madera de peral.

Jaime se rió, me tomó la cara con sus manos, me dió un beso en la boca y nos fuimos de la mano al agua.

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One thought on “Calor, odio y amor

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