Primero se paralizó mi índice. Luego siguieron los otros dedos. Intenté mover mi mano, pero no respondió a mi orden. Recién había regresado a casa de una manifestación en Tel Aviv y me recosté a descansar. Eran las 23 horas y 35 minutos. Los discursos en el “Kikar ha Jatufim” (la plaza de los secuestrados), parte de ellos pronunciados por los mismos rehenes liberados recientemente de las garras del Hamas, me emocionaron profundamente. El escenario donde se ejecutó esta protesta se encuentra frente al museo, muy cerca de las cortes, en el centro cultural de la ciudad. A la demostración asistieron miles de participantes que llegaron de todos los rincones de nuestro país. Uno de los oradores era de un kibutz del sur que fue atacado por los terroristas el 7 de Octubre y su casa fue incendiada mientras su familia se encontraba encerrada en ella.
Sentí que una ola de fiebre se propagaba por mi cuerpo. Quise mover mis pies, pero no respondieron. La onda se expandía desde las extremidades a la cintura y al torso. Subía por el cuello y se apoderaba de mi cabeza. Cuando pretendí hablar y llamar a mi señora, no me salió ninguna palabra. Por el rabillo de mi ojo izquierdo podía verla recostada a mi lado, durmiendo en un sueño profundo. Solo percibía mis propios latidos. Con el sonido de mi palpitar como amparo, podía concentrarme en lo que distinguían mis ojos, a través de una cortina de humo.
Vi una plaza de una ciudad arcaica enfrente de mí, y una muchedumbre que la poblaba completamente. Parecía una ciudadela española. Yo me encontraba atado a un mástil, sobre una tarima de madera en el centro de la explanada. Desde arriba podía ver a un grupo de clérigos que unían sus manos en posición de plegaria. Una figura sobresalía, usaba vestimenta lujosa color escarlata, eso lo diferenciaba de los demás, que vestían simples hábitos. La multitud gritaba y su bulla se mezclaba con el redoblar de los tambores, que estremecían la plazuela. El sujeto de vestido púrpura levantó su diestra y todos callaron. Recitó una oración en latín y cuando finalizó, realizó un gesto para que continuaran con la ceremonia. Tres individuos con antorchas en sus manos se acercaron a la plataforma de troncos, donde yo estaba atado, y encendieron la leña. En pocos minutos las llamas formaron una argolla alrededor mío y una columna de humo negro se alzó hacia el cielo azul. La plebe incrementaba su griterío mientras las llamaradas carcomían más la madera.
Miré a mi alrededor, era difícil abrir los ojos a causa de la humareda, pero podía distinguir algunas caras conocidas. Reconocí a varios de mis vecinos entre la muchedumbre que reían viéndome amarrado sobre la plataforma. Sentía desconcierto, ¿qué hacían allí esos supuestos amigos de antaño?
Traté de recordar qué estaba haciendo en ese lugar. La plaza se encontraba en el centro de la ciudad y la rodeaban el tribunal, la casa del gobernante y la gran catedral. Me estaban condenando. ¿Cómo había llegado a una situación tan extraña? Yo pertenecía a la comunidad hebrea, que años atrás había sido respetada y apoyada incluso por las cortes de Aragón y Castilla, pero presentemente la inquisición, fundada por los Reyes Católicos, perseguía a los “cristianos nuevos”, o sea a los judeoconversos. Aunque yo no era uno de los últimos, fui inculpado de incitar a los conversos a judaizar.
Rememoré cómo en mi niñez había jugado con mis vecinos y en mi lejana juventud había recorrido la ciudad con ellos. Visitaba a sus familias, y ellos saboreaban nuestras comidas. Sentía que existía una verídica amistad, una alianza auténtica, pero al parecer subsistían un antiguo e inexplicable odio y rencor perverso en sus corazones. No obstante, practicábamos diferentes cultos, convivíamos en la misma villa. ¿Podría ser que un rencor milenario vegetaba debajo de la piel?
En ese momento estaba oliendo la humareda que se difundía hacia mis pies, y un hedor de leña empapada con grasa, para que prendiera mejor. El gentío a mi alrededor aclamaba con ánimo lo que estaba sucediendo y parecía que disfrutaba del espectáculo en el que participaba. No pude mantener abiertos mis ojos a causa del fuego y el calor era insoportable. Me costaba dolorosamente respirar, me ardían los pulmones en cada aliento, y en un santiamén me desmayé.