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Por Daniel Blumenthal

Abril de 1987: los estudios de grabación de mi emisora ​​de radio en Madrid están ocupados y tengo que esperar unos minutos en la cabina de un teléfono público, en un rincón de la playa de estacionamiento frente al campo de exterminio.  He escrito un breve informe y tengo en mi casetero una grabación de las conmovedoras palabras del Presidente Haim Herzog.  En el informativo de la tarde será transmitido en toda España el reportaje que grabaré en breve, la primera visita de un Presidente del Estado de Israel a suelo alemán, cuarenta y dos años después del Holocausto.  

La última vez que Herzog estuvo aquí, era un joven oficial irlandés del ejército de Su Majestad que veía consternado e incrédulo los horrores reflejados ante sus ojos azules al entrar al ya liberado campo de exterminio Bergen-Belsen, en abril de 1945.  Sesenta mil prisioneros, en su mayoría judíos, que padecían enfermedades y hambre, deambulaban por el campamento.  Vestigios de seres humanos, con la mirada perdida en ninguna parte.  Además, trece mil muertos yacían tirados, sin enterrar.

Cuatro decenios más tarde, el Presidente israelí depositó una ofrenda floral junto a un monumento de mármol y elevó una plegaria.  Luego caminamos en un enorme descampado entre muchos montículos de fosas comunes. Extraje de mi bolso y leí abrumado el texto de una descripción escrita por Richard Dimbleby, enviado de la BBC que acompañaba a las tropas liberadoras:  ¨Aquí, sobre un acre de tierra, yacían personas muertas y moribundas.  No podías ver cuál era cuál […]  Los vivos yacían con sus cabezas contra los cadáveres y a su alrededor se movía la horrible y fantasmal procesión de personas demacradas y sin rumbo, sin nada que hacer y sin esperanza de vida, incapaces de apartarse de tu camino, incapaces de mirar las terribles vistas a su alrededor […] Los bebés que habían nacido aquí eran pequeñas cosas marchitas que no podían vivir […] Una madre, enloquecida, gritó a un centinela británico que le diera leche para su hijo y dejó en sus brazos al pequeño en un atado, luego salió corriendo, llorando terriblemente.  El soldado abrió el paquete y descubrió que el bebé había estado muerto durante días.  Éste día en Belsen fue el más horrible de mi vida¨.  

Caminé pesadamente entre las fosas comunes con un nudo de amargura en la garganta ¡cuánta maldad! ¡Cuánto humanismo reducido a polvo!  

En el aparcamiento, vacío de coches, ya empiezan a despegar los siete helicópteros negros de la LuftWaffe, la una vez infame fuerza aérea alemana, que trajeron hasta aquí a la comitiva de los presidentes y los periodistas desde una base militar de Hannover.  Pronto caerá la noche y me pregunto si alguien sabe que aún estoy aquí, en ésta cabina telefónica en cola para transmitir a la radio.  Una cabina, como una celda asfixiante en un campo de concentración nazi.

El técnico de sonido finalmente me conecta, cuento uno, dos, tres, en voz alta y leo mi texto a un ritmo rápido.  Después suelto la grabación dentro del auricular:  «En este sitio sobrecogedor, en el valle del martirio, al comenzar mi viaje por ésta tierra…” la pronunciación anglosajona de Herzog puja por hacerse oír desde la cinta de grabación por sobre del ruido de los rotores… «os dejo como recuerdo, mis hermanos y hermanas víctimas del Holocausto, una piedra tallada de las rocas de Jerusalén». 

Cuando acabo, todos los helicópteros están girando en el aire.  Estoy en Bergen-Belsen y me aterroriza la posibilidad de quedarme solo en la oscuridad, en  éste lugar maldito donde flotan inquietas las almas de las cincuenta mil víctimas asesinadas aquí y de miles más que murieron de hambre y enfermedades.  Salgo corriendo de la cabina, manoteando señales en el aire con mi grabadora y mi cuaderno.  El viento que hacen las hélices girando salvajemente me dificulta el avance y me llenan de polvo. Tierra y cenizas. 

Uno de los pilotos me vé y vuelve a aterrizar.  Las ruedas del helicóptero rebotan por un momento y se estabilizan de nuevo sobre el asfalto, la puerta deslizante se abre a medias y yo salto adentro, rodando por el suelo, sin aliento, casi sin alma.  Me arrastro hasta un asiento vacío y el helicóptero vuelve a despegar de un brinco antes de que tenga tiempo de amarrarme y colocarme los auriculares para bloquear en algo el rugido de los motores.  Sobrevolamos el campo de concentración y en cada giro veo el obelisco en medio de un terreno sembrado de lápidas de piedra.  Allí abajo, en algún lugar, están enterrados los restos de la niña Ana Frank y su hermana Margot -derrotadas por el tifus- y de la hermana de mi abuela.

Transcurridos veinte minutos y 37 kilómetros aterrizamos en la base aérea de Hannover para tomar el avión de regreso a Bonn.  Alemania está dividida.  Nadie adivina aún que el Muro de Berlín caerá en poco más de dos años, pero por ahora ese obstáculo construido de manera tosca y rápida en medio de la ciudad es un recordatorio permanente de esa maldita guerra y telón de fondo para la Guerra Fría, que también se cobra miles de víctimas en Rusia, Corea, Cuba, Angola, Vietnam, Praga y en la lejana América del Sur.

De Bonn a Berlín volamos en un avión de Air France, porque más de cuarenta años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, sólo los aviones de los aliados que lucharon contra los nazis pueden aterrizar en Berlín Occidental, una isla del oeste democrático rodeada por completo por el gobierno de la Alemania comunista, manejado desde el Kremlin en Moscú.

Parado frente al muro me siento como un personaje de un libro de espionaje de John LaCarre.  Es una pared de ladrillos de cinco metros de altura rodeada por una zona de peligro, una serie de obstáculos que consisten de una fosa, una cerca de alambre de púas, una ruta de patrulla por la que circulan constantemente vehículos militares, sistemas de alarma, armas automáticas, torres de vigilancia y guardias acompañados de perros rastreadores las 24 horas del día.  Miles de personas desesperadas que querían escapar de la opresión ideológica o reunirse con sus familiares fueron arrestadas y encarceladas en un esfuerzo por trasladarse del Este al Oeste; más de un centenar de personas murieron en el intento.

Los débiles rayos del sol de abril en Berlín proyectan más sombras que luces sobre el muro.  Me siento en la acera de enfrente para observar y digerir.  Frente a mí se yergue la pesadilla de todo amante de la libertad, de todo deseoso de paz como yo, que crecí en un país plagado de regímenes tiránicos.  Es la encarnación de la opresión, como el campo de concentración.  Es la vergüenza de la ideología de la igualdad.  Quizás éste sea el castigo que merece el pueblo alemán por su negligencia, por seguir ciegamente los vientos de destrucción y los sueños de supremacía.

Esa noche me sentí como la Cenicienta, todavía calzando los zapatos de cristal.  Me invitaron a una cena en homenaje a Haim Herzog y el anfitrión es el Presidente de Alemania Occidental, Richard von Weizsäcker.  Herzog, quien combatió a los nazis y ya alcanzó a ser General en el ejército del Estado Judío, tomó asiento solemnemente en la mesa de honor.   
Yo encontré una tarjeta con mi nombre en una mesa redonda junto a la de Gershon Shoken, el legendario fundador y editor del diario Haaretz.  Durante los primeros minutos intercambiamos algunas palabras.  El resto de la velada habló en alemán con otros comensales sentados a la mesa, redactores de conocidos periódicos alemanes.  Por mi apellido de origen alemán tal vez alguien en el Bundestag pensó que podría tomar parte activa en las conversaciones que ahora flotan sobre mí en un idioma que en mi subconsciente nacional, pensé que estaba destinado a gritar malditas órdenes.

Veinte años más tarde regreso a Berlín con mi mujer Aialá, alquilamos bicicletas y cruzamos la ciudad de oeste a este.  La temeraria muralla ha caído ya hace tiempo.  Nos hacemos fotos  junto al histórico puesto restaurado de Check Point Charlie, el famoso punto de intercambio de espías y compramos por cinco euros un imán para la heladera con una pequeña piedra de colores que nos dijeron ser parte de los fragmentos del muro y nos creemos que lo es de verdad.  

El recorrido por esta ciudad unificada y de memoria indeleble nos lleva a la exposición «Topografía del Horror», en el edificio en que operaban las comandancias de las SS y de la policía del «Tercer Reich».  Transcurrieron tres generaciones pero andar por estos pasillos todavía da miedo y altera saber que los jefes del régimen asesino caminaron por aquí, por estos mismos corredores y firmaron frías órdenes de exterminio y destrucción.  Nos movemos en silencio, tomados de la mano y casi temblando de horror al bajar a los sótanos.  Los que se oponían al régimen de Hitler acababan allí, sometidos a interrogatorios y continuas torturas.

Para acceder al museo hay que recorrer una galería con fotografías de la destrucción de Varsovia bombardeada sin piedad desde el aire.

Quizás en una suerte de profesía, mis abuelos polacos la abandonaron en dirección a la Argentina cuando aún era una ciudad vibrante a principios de la década de 1930 y en casa de mis padres no se habló mucho sobre el Holocausto.  Crecí en un ambiente judío y tenía claro conocimiento de los seis millones de judíos exterminados y del nazismo.  Había antiguas fotos familiares colgadas en las paredes de nuestra casa y sabía que mi abuela había tenido dos hermanas que murieron en los campos de exterminio y otra que sobrevivió y llegó años más tarde  a la Argentina.  Tenía un número grabado en el brazo pero nunca se ofreció a relatar su historia y yo no le pregunté.

A los treinta y dos años, acompañando a Haim Herzog, es mi primera visita a Alemania y no puedo evitar ver en alemanes mayores de sesenta años a soldados del Tercer Reich, sabiendo que muchos criminales nazis encontraron refugio indulgente también después de la gran guerra en la misma Argentina que albergó con benevolencia a mis abuelos y tíos abuelos y a miles de sobrevivientes del Holocausto.  Ví también álbumes con fotografías horrorosas de los campos de concentración y los Guetos, que mis padres trajeron de un viaje pero sólo en Israel tomé conocimiento de historias de la ¨Shoᨠy oí testimonios desgarradores de sobrevivientes.  Sólo aquí me di cuenta hasta qué punto el trauma de la supervivencia y el miedo nacional existencial tramaron ésta sociedad y también provocaron una división entre aquellos que sufrieron a causa de los nazis en Europa y aquellos que sufrieron el acoso de sus compatriotas árabes debido a la creación del Estado de Israel.

El Presidente Haim Herzog finalizó su histórica visita a suelo alemán y regresamos a Jerusalén donde todavía continuaba el juicio del criminal nazi, el ucraniano John Demjanuk. 

Le pregunté a mi editor en la radio de Madrid por qué me enviaron a cubrir esta visita ¿Por qué les interesa a los españoles la visita del Presidente de Israel a Alemania?  
«Somos un pueblo moral» -respondió- «y también tenemos que expiar los crímenes de Franco y de la Inquisición».

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