El día que devolvieron a todos los secuestrados y los cuerpos de las víctimas, el país entero se llenó de una alegría que no cabía en las calles. Nadie había visto algo igual desde hacía generaciones.
Ese día, organizamos una gran fiesta. No una fiesta cualquiera, sino la Fiesta del 2025, como después se le llamó: una celebración que marcó el renacimiento de Israel.
Se realizó en el mismo lugar donde, poco más de dos años antes, había ocurrido la tragedia del festival Nova. Esta vez, el mismo suelo que había sido escenario de dolor se llenó de música, luces y abrazos. Llegó gente de todo el país, desde Metula hasta Eilat. Fue un Woodstock israelí, pero de familias, jóvenes, soldados, niños y abuelos.
Los protagonistas eran ellos —los secuestrados—, los sobrevivientes, los que habían regresado de las sombras.
No hubo políticos ni discursos vacíos. No hubo pancartas ni propaganda. Solo pueblo. Solo humanidad.
La entrada era libre, el transporte gratuito. Se calculó que medio millón de personas asistieron. Medio millón de almas reunidas en un mismo canto.
Nosotros salimos desde Haifa esa mañana. Tomamos el tren en la estación Merkazit; el trayecto hasta Ofakim duró poco más de dos horas. Desde allí, autobuses organizados nos llevaron hasta el antiguo sitio del festival Nova, en Re’im. Todo funcionaba como un reloj.
El transporte no cesaba: trenes, autobuses, taxis solidarios. Parecía como si todo Israel se hubiera puesto de acuerdo para llegar allí.
Había soldados entre el público, muchos recién regresados del frente. La gente los abrazaba, los felicitaba. Hablaban con humildad, contaban fragmentos de lo vivido. En sus ojos brillaba algo que no era solo orgullo: era esperanza.
Todos sentíamos que algo nuevo comenzaba, que esta vez la paz podía durar. Muchos hablaban de los Acuerdos de Abraham como una base para un futuro distinto, más humano, más real.
El evento comenzó con la presentación de los rescatados. Casi todos pudieron asistir, salvo unos pocos enfermos. Cuando subieron al escenario junto a sus familias, una ovación interminable cubrió el aire. Algunos hablaron, otros simplemente lloraron. Algunos tocaron el piano o cantaron junto a artistas que habían inspirado su resistencia durante el cautiverio: Omer Adam, Yuval Rafael, sobreviviente también del festival Nova, y Eden Golan, la cantante que había representado a Israel en Eurovisión.
Ya cayendo la tarde entonaron Hatikvá, el himno nacional, el silencio se hizo tan profundo que hasta el viento se detuvo.
Entonces, el cielo rugió.
Cinco F-35 sobrevolaron el lugar, dejando estelas blancas sobre el atardecer. Fue un homenaje, pero también una promesa: la de que nunca más volverían a tocar nuestras fronteras impunemente.
Aquel día, entre abrazos, lágrimas y canciones, Israel volvió a nacer.
