Mis hermanos me llevaron por primera vez, a la edad de ocho años, al circo que había llegado a la ciudad aquel verano de mil novecientos sesenta y siete. Era una tarde caliente, sofocante y húmeda, como todas las tardes en Tucumán en esa estación del año. Recuerdo el fuerte olor del aserrín mojado que cubría el pavimento a la entrada de la platea y la música
alegre que acompañaba al público mientras entraba a la gigante carpa. La atmósfera estaba impregnada de un regocijo infantil que creo no haber percibido desde entonces. Ya en la explanada frente al circo se habían instalado quioscos de comidas y jugos, dulces, juguetes y baratijas, que esperaban a las visitas que forzosamente debían transitar frente a ellos. Mis hermanos me compraron un algodón de azúcar, una limonada bien helada y una barra de chocolate y maní, para comerla en el transcurso del espectáculo. Dentro del perímetro que rodeaba la lona estacionaban las jaulas de los animales, que aguardaban a participar en la función. Leones perezosos, caballos sudorosos, monos chillones y elefantes cabizbajos
sufrían junto con nosotros el calor, los mosquitos y las moscas que acechaban continuamente nuestros rostros, brazos y piernas. Por fin nos sentamos en la tercera fila y esperamos a que comenzara la fiesta. La muchedumbre llenaba la tienda, todos felices con la expectativa de
que la próxima hora y media o dos nos colmaría de alegría. Luis y Marcos tenían 14 y 11 años, respectivamente, y mamá les había dado un billete de diez pesos para que los tres pasáramos esa cándida tarde en el circo. Aunque de vez en cuando se molestaban y reñían; a mí, su hermana menor, me cuidaban y adoraban como si fuera lo más valioso del universo.
A las cinco en punto sonó el clarín y el maestro de ceremonias, vestido de frac, galera y pajarita blanca, y un bigote a lo Dalí, entró al centro del escenario. Un poderoso rayo de luz lo acompañaba. Con voz de barítono y acento italiano anunció:
–Niñas y niños, mamás y papás, abuelas y abuelos; ¡bienvenidos al Circo Sarrasani!
Desde Europa, donde nació este circo el siglo pasado, y después de recorrer un año entero el continente Americano, por fin llegamos a esta magnífica ciudad en el noroeste Argentino, San Miguel de Tucumán. Con gran emoción, damos comienzo al espectáculo más grande del mundo.Y como si se destapara de repente una olla a presión, estalló una fuerte ronda de aplausos y silbidos. El público, exaltado, aclamaba lo que estaba por presenciar.
El primer acto era el de los leones. La jaula ya se hallaba construida en la pista, desde el comienzo del espectáculo. Un redoble de tambor anunciaba que las bestias estaban por entrar. Las luces se prendieron vigorosamente y de inmediato el domador y cinco leones irrumpieron en la arena. El amaestrador levantó su látigo y golpeó con fuerza el suelo; unas
chispas volaron por el aire y un zumbido agudo paralizó a las fieras que se quedaron inmóviles sobre cinco cajones. El público aplaudió con energía. Luego el domador dio otro latigazo y los felinos alzaron sus patas delanteras y exhibieron al público sus garras, mientras rugían y
enseñaban sus filosos colmillos. La muchedumbre respondió con otro aplauso enérgico. Mis hermanos y yo disfrutábamos del espectáculo; era la primera vez que presenciaba de cerca cinco leones feroces. Sentía mariposas en mi estómago. A continuación, prendieron una argolla de fuego y el domador, golpeando con su largo cinto de cuero, indicó a los leones que saltaran a través de las llamas. Los animales accedieron a su comando. Una aclamación fervorosa detonó en el público y los aplausos y silbidos duraron varios minutos. Yo me quedé un poco pensativa al ver a esas fieras rendirse a las órdenes del hombre, resignarse a una
existencia enjaulada, aunque fuera una vida de espectáculo, y salir aturdidas de la pista, al final de su función. Mi corazón se encogió.
Nuevamente salió el maestro de ceremonias, mientras desarmaban el armazón donde habían actuado los leones unos momentos antes, y anunció el próximo acto.
–Mis queridos amigos; desde la India, desde el lejano oriente, llegaron estos magníficos elefantes que presentamos a vosotros. Junten vuestras palmas, ¡vamos a recibirlos con un fuerte aplauso!
El público correspondió al pedido del presentador y una gran bulla llenó el recinto. Los tambores redoblaron y la banda interpretó una graciosa marcha. Entonces entraron al ring tres mastodontes de titánicas dimensiones, engalanados con coloridas prendas, seguidos por
un diminuto elefante con una pintada sonrisa, un bonete y un moño atado a su cola. La pequeña manada estaba guiada por cuatro payasos que hacían piruetas mientras avanzabanal centro del ring. Dos de ellos eran obesos, el tercero medía dos metros y era flaco como un palo de escoba, y el cuarto era un enano que no llegaba al metro de altura. No usaban caretas, tenían sus rostros dibujados con una boca grande y ojos enormes, y por supuesto la típica nariz roja, como una pelota de pimpón. Los payasos bailaban junto con los elefantes, al compás de la música que ejecutaba la orquesta, creo que era un vals de Chaikovski. Hacían
volteretas y se empujaban con mucha burla. Efectivamente, ejecutaban una farsa. Cuando era más pequeña, solía tener miedo a los payasos, pero ahora que había cumplido ocho, les tenía compasión. Veía la escena que estaban desarrollando frente a nosotros, mis hermanos se reían a carcajadas, pero yo pensaba: ¿por qué esos pobres animales tienen que tomar parte en un acto de necedad tan vulgar? No me divertían para nada. ¿Serán felices los payasos con lo que representaban? Sentía una gran tristeza.
Al terminar la actuación de los elefantes y los payasos, mientras extendían una red que cubría toda la pista, entró nuevamente el anunciador y con mucha retórica declaró:
–Es un gran orgullo tener en nuestro circo a la mejor compañía de trapecistas de Europa, los hermanos Carabajo, que llegan de España y estrenarán nuevas y peligrosas acrobacias sobre el trapecio. ¡Recibamos entonces a los CA, RA, BA, JO!
El público estalló en aplausos que aturdían todo el recinto. Seis jóvenes acróbatas entraron a la pista. Cuatro hombres y dos mujeres vestidos de mallas blancas bien ceñidas al cuerpo. Hermosos gimnastas que caminaban con agilidad saludando a la muchedumbre.
Rápidamente treparon por dos escalinatas hasta muy arriba, cerca del toldo de la carpa. A esa altura, los equilibristas parecían pequeñas marionetas. Los trapecios esperaban serenos a que los puños de los volantineros comenzaran el vaivén. Cuando por fin emprendieron el
movimiento de columpio y los contorsionistas saltaron volando por los aires, se desató una ronda de aplausos. Todos mirábamos hacia arriba mientras dos columnas de potente luz perseguían a las diminutas figuras que revoloteaban sobre nosotros, paseando entre los dos trapecios. Parecían libélulas que planeaban, hacían volteretas y finalmente se aferraban fuertemente a los brazos de sus compañeros, que esperaban balanceándose boca abajo para atraparlas antes de que cayeran al vacío. El calor dentro de la carpa era cada vez mayor, la transpiración se podía notar en las vestimentas de los artistas y en sus extremidades. Gotasde sudor corrían por sus rostros, disolviendo el maquillaje. Cada pirueta que realizaban era de mayor dificultad que la anterior, el riesgo y el peligro emocionaban al público, que demostraba su excitación con fuertes ovaciones. Fue entonces cuando el maestro de ceremonias tomó el micrófono y anunció:
–Damas y caballeros, niñas y niños; los hermanos Carabajo van a realizar a continuación el doble salto mortal. ¡Único giro realizado solo por los más valientes, y, como broche de oro, nuestros trapecistas van a ejecutar esta acrobacia… sin la red!
Seguidamente retiraron la malla de seguridad que habían extendido sobre la pista y el tambor redobló con brío. Una de las jóvenes gimnastas iba a realizar esta peligrosa pirueta y su compañero ya la esperaba colgado boca abajo en el trapecio frente a ella. La artista del aire se balanceó con ánimo y soltó el trapecio cuando había llegado a la cima del péndulo.
Voló por los aires completando dos vueltas enteras; entonces alargó sus brazos y sus manos, para atrapar los fuertes antebrazos de su camarada, pero deslizaron; estaban húmedos, mojados por la transpiración. La muchacha siguió sobrevolando una fracción de segundo y luego se desplomó. Cayó a pique y se estrelló sobre el desnudo escenario. Fue un golpe seco que suspendió todos los ruidos en el espacio del circo. Una mancha roja tiñó la prenda blanca y un pequeño charco de sangre brotó en torno a la trapecista. Rápidamente varias personas entraron al ring y cubrieron a la moza. Un silencio atroz se esparció sobre el público y mis
hermanos me abrazaron mientras trataban de obstaculizar mi vista, para que no presenciara lo que estaba aconteciendo en la pista. Había visto suficiente.
Esa noche no pude dormir. No sabía si la muchacha estaba viva o muerta, pero el sentimiento de que la vida es tan frágil y que en una fracción de segundo todo puede acabar, no me dejó tranquila por muchos días. Me hubiera gustado saber cuál fue el último pensamiento de la joven antes de desvanecerse. ¿Era inevitable realizar esa peligrosa voltereta asumiendo un riesgo mortal? Nuestra existencia se balancea como un trapecio,
entre el cielo y la tierra. Han pasado casi sesenta años desde que ocurrió ese episodio y en el transcurso del tiempo he presenciado algunos infortunios fatales que casi se borraron de mi memoria, pero esa cálida y húmeda tarde de verano, jamás la olvidaré.
