En la pantalla de control del dron que filmaba la escena desde lo alto, podía ver a Noemí;  aunque sólo más tarde, al entrevistarla,  conocería su nombre.  Estaba parada en medio de los escombros, sus piernas hundidas en el polvo y sus ojos colgados en el espacio, buscando algo que ya nunca encontraría.  Era la única figura colorida captada por la cámara del vehículo aéreo.  El edificio de apartamentos donde vivía, se asemejaba ahora a una caja de cartón agujereada.  Restos de barandas y de cortinas pendían de balcones destrozados, ondeando desganadas como banderas derrotadas. 

Sus pertenencias, sus recuerdos, su comodidad, sus libros, su ropa, la de su marido y la de sus hijos pequeños, todo estaba disperso, arruinado y sucio.  Mirando a su alrededor, podía reconocer trozos de sus muebles, mezclados con partes de los muebles de sus vecinos.

 

De una ventana rota en el sexto piso, colgaba desgarrada una bandera con los colores del arco Iris.  Horas antes, unos parlantes emitían desde allí música de Freddy Mercuri en una fiesta que parecía muy animada.  Enfrente, tres pisos bajo tierra, en el estacionamiento del centro comercial, familias enteras se preparaban para pasar otra noche en tiendas de campaña, colchones inflables y bolsas de dormir.  En un rincón, en el que las manchas de aceite goteado de los automóviles ya se habían secado por completo, dos padres jóvenes y sus tres hijos pequeños hacían una cena de picnic.  Ella  cortaba las milanesas en cuadraditos sobre un plato de plástico y él llenaba con jugo de naranja los vasos de sus niños somnolientos.  A su alrededor comenzaron a sonar las advertencias en los teléfonos celulares. Se aproximaban, amenazantes, más misiles disparados desde Irán.  

En el sexto piso se interrumpió la música.  Algunos llamaron al ascensor, otros saltaron escalones hacia abajo.  Pronto llegaron todos al mismo estacionamiento, algunos aún con sus copas de  Aperol Spritz a medio beber.

 

Muchos padres trataron de ayudar a sus pequeños a dormir, abrazados, deseando en silencio que el estruendo de las explosiones que resonaban siempre en el firmamento poco tiempo después de las alarmas, no pasasen a integrar sus sueños. 


*************

 

Transcurrieron otros diez días de guerra hasta que logré hallarla, instalada con su familia en un cuarto de hotel frente a la playa, albergue temporario financiado por el Tesoro, hasta que pudiesen alquilar un piso en un edificio de su ciudad.  Noemí me recibió vestida con simplicidad, blusa estampada, pantaloncitos cortos, sandalias. 

 

 -Mi armario es hoy una pequeña maleta- se disculpó innecesariamente.   

 

Nos sentamos en un rincón del Lobby frente a una mesa baja de mármol , me acomodé en el profundo sofá, eché una mirada alrededor y traté de hallar palabras para confortarla.  

-Vivimos tiempos llenos de pérdidas, las hay peores, las hay distintas, pero todos perdimos algo- dije.  Bodas, viajes, personas amadas, nuestras viviendas… pérdidas temporarias o definitivas.

 

Miles de ciudadanos habían regresado de viajes al exterior, dilatados por la fuerza debido al cierre del espacio aéreo de Israel y muchos habían descubierto que no tenían a donde volver.  Yo no había tenido un minuto de descanso, informando las noticias a radios y diarios en Europa y América de día, y corriendo a refugiarme de las explosiones, por las noches. 

 

– ¿Perder tu casa es algo como la pérdida de la identidad?- me animé a preguntarle.

 

Noemí me miró con firmeza. Durante su breve silencio, sentí que había dado una estocada de más.  

 

-Perder mi casa es un fracaso temporario aunque muy traumático- respondió- pero lo peor es perder el hogar.  

Noté que su perilla temblaba ligeramente al hablar.

 

Perder el hogar, anoté con celeridad en mi cuaderno;  ese sitio al que puedo acceder sólo con mi llave, donde nunca se me debería caer el techo encima, que funciona como un refugio seguro al que huimos cuando el mundo nos asusta o nos amenaza, donde voy descalzo.

   

-Es como una traición- vacilé, temeroso de volver a lastimarla.

 

-Extraño mi cama, mis cuadros en las paredes, el haz de la luz que entra a la mañana por la ventana mientras preparo café y la vianda de los chicos.  

Noemí se acomodó en el sillón y después de un profundo suspiro agregó: 

-Pero lo que más extraño son mis libros. 

 

Así me enteré que era licenciada en literatura, responsable de contenidos en una de las principales empresas editoriales del país y que su rica biblioteca ahora quemada contenía decenas de ejemplares firmados por sus autores, con cariñosas dedicatorias personales.  Caminando esa infortunada mañana entre los escombros, había logrado recuperar dos de esos libros firmados de puño y letra.  Uno, de un autor admirado y ya fallecido y otro de una jóven escritora novicia con quien había trabajado durante semanas hasta enviar su novela a la imprenta. 

 

-Los que perdí son irremplazables- murmuró con tristeza.


Con David, su marido y sus dos varones, mellizos de cinco años, habían pasado varias noches acampando en el estacionamiento del shopping, regresando por las mañanas a su casa milagrosamente salvada, por destino, por mala puntería o gracias al sistema de defensa antiaéreo del país.  Las noches anteriores a la decisión de ir bajo tierra, habían sentido el temblor de las paredes, durmiendo los cuatro juntos en el cuarto de seguridad de hormigón armado y hierro, pero los pequeños tenían mucho miedo.  

 

-Tuvimos suerte, el miedo no es tonto y esta vez nos salvó- me dijo más de una vez en el transcurso de la entrevista. 

 

La camarera trajo las dos tazas de café que habíamos ordenado y ambos nos mantuvimos unos instantes en silencio, mirando por el gran ventanal del Hotel a un horizonte brumoso. De pronto, Noemí continuó su monólogo.  

 

-No tengo mi habitación ni mi cama propia. No es que no pueda dormir en otro sitio, pero en este momento siento que no tengo un lugar en el mundo, estoy despojada. Y lo más grave, no encuentro las palabras para explicar todo esto a nuestros hijos, siento haber fracasado en su protección- se lamentó.  


Ella y yo nos ganamos la vida redactando frases.  Si está mujer, que leyó millones y escribió millares, no encuentra palabras, no hay lenguaje para consolar a la niñez lastimada.  De repente giró la cabeza en dirección a la entrada del hotel y sonrió.  

 

-Ahí vienen David y los chicos- señaló, levantando la mano para que la viesen.  


Los dos pequeños corrieron en nuestra dirección, cada uno abrazando un paquete de regalo y destrozaron el envoltorio en instantes.  Uno de ellos estrujó una pelota, el otro, desenfundó un colorido microscopio.  

 

-¡Están rehaciendo su colección de juguetes, ya no tenemos más lugar aquí en la habitación! -explicó-  entre besos y abrazos a sus hijos idénticos.  

 

También mi departamento tembló durante los ataques iraníes. La pérdida de su casa era para Noemí, al igual que para mí y para millones más —como pude constatar acompañando a una patrulla del ejército en Gaza—, la consecuencia de otras guerras, en el contexto de un conflicto centenario que nos dejó a todos en un estado de trauma colectivo.

La entrevisté durante casi una hora y ya tenía una buena idea de qué escribiría en mi artículo.  De repente, Noemí frenó el ritmo de sus respuestas y confesó sentirse culpable por haberse salvado.  Dentro de todo, su familia estaba a salvo.  Habían perdido cosas y no la vida.   

 

-Tu pérdida es legítima y no hay competencia de sufrimiento¨, le dije, en otro intento de animarla, algo que ya parecía estar convirtiéndose en una necesidad mía. 


Sí- dijo Noemí-. Nuestros corazones son capaces de albergar dolores distintos. Es como terminar de editar un libro magnífico y de inmediato empezar otro, sin alcanzar a distanciarse.  El libro nuevo no puede reemplazar al anterior, ni nuestra  nueva casa llenará el vacío que dejó la que perdimos en Ramat Aviv.

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