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Por Ricardo Lapin

Conocí a Rami siendo reservista del ejército, y aunque proveníamos de mundos y realidades distantes se creó una charla íntima entre nosotros. En la vida civil, Rami era chofer de ómnibus en Jerusalén, y cubría una línea en los barrios ultra ortodoxos de la ciudad.

Una noche de guardia compartida, al amparo de la oscuridad, me contó una historia personal.

Una mujer joven, subía semana a semana en la misma estación y le entregaba el dinero tocándole la mano, cosa que ninguna pasajera religiosa hacía. Cuando levantaba la vista, ella le devolvía la mirada, para luego introducirse en el ómnibus.  Rami, joven y solterón, se dijo que sería apasionante conocer a esta transgresora.  Y así, un día que subió y tomó su boleto, Rami le dijo sin mirarla: “Siéntate al fondo y espera a que todos se bajen”. Por el espejo retrovisor él confirmó que la mujer cumplía con sus indicaciones. Cuando el ómnibus se vació al fin de la trayectoria, ella aún estaba allí.  Rami viajó velozmente por la ciudad hasta llegar a un bosquecito alejado de ventanas y transeúntes. Se dirigió con algo de temor y taquicardia hacia ella, que lo miraba sin decir palabra. Comenzó a acariciarla, le quitó la peluca y le dio un beso. Por pudor y temor a lo desconocido, sólo le bajó la ropa lo necesario como para poder penetrarla, pero ya ambos abrazados y en un acto de amor prohibido, Rami se sorprendió de las reacciones de su “compañera” hasta ahora muy pasiva: comenzó a gemir mientras le clavaba las uñas y los dientes en su cuerpo, como una fiera desatada, liberada de sus rejas y cadenas.  Le reconoció un anillo de mujer casada y supuso que la habrían casado joven –un “shiduj”, al estilo de las comunidades religiosas- una especie de transacción para efectuar un matrimonio organizado, otorgando una hija a un varón de otra familia que se considera un “buen partido”: hijo de un rabino importante, de un comerciante adinerado, de un “justo” y santo varón.

La encontró una mujer sensual y pasional, quizás por las circunstancias, o por el coraje para infringir las reglas de un mundo en el cual se crió y creció, las leyes que la formaron como persona; o quizás simplemente porque tras esas espesas capas de ropa, pelucas, pañoletas y lentes, se escondía una mujer hermosa, joven, rebelde, y a criterio de Rami, extraordinariamente valiente.

A este primer encuentro carnal se sumaron otros.  La tercera vez, él se desnudó por completo y ella lo siguió, despojándose prenda por prenda, con la mirada baja, como si revelar su cuerpo desnudo fuera más difícil y prohibido que entregarlo a un desconocido. En este encuentro se desarrolló un escueto diálogo:  reveló su nombre, se declaró casada y con dos hijas pequeñas.

“Rivká (así dijo llamarse) me dejó boquiabierto” me confesó Rami con su cara escondida en la oscuridad de la noche.  “Me dijo así: llevo casada varios años, he tenido un par de hijas, pero por primera vez he tenido ahora un orgasmo”. Rami no supo qué hacer con semejante confesión y se escondió tras un cigarrillo. Hizo una pausa en su relato. De pronto reconocí en la noche nocturna sus ojos como un par de brasas. “No sé qué hacer hermano, nunca me pasó algo así. He tenido aventuras y hasta noviazgos, con rubias y pelirrojas, escandinavas y tailandesas, pero una mujer así… tan mujer… ¡jamás!  Sabemos que jugamos con fuego… pero no puedo dejar de pensar en ella. No hay teléfonos, ni direcciones, ni siquiera apellidos. Sólo un código: encontrarnos al mediodía, cada martes.  Y vivo esperando ese momento.”

Tampoco yo sabía que decir, y no dije nada. Esta vez me tocaba a mí esconder mi rostro en la oscuridad de esa noche sin luna. Pero me era claro que esperaba algún consejo o comentario y alcancé a murmurar: “Tené mucho cuidado. No por vos, por ella”.  Lo dije sin pensarlo y sin convicciones, tan sólo para convertir esa confesión en diálogo, para no dejarlo solo con su secreto y su relato. Por fortuna llegó el reemplazo de la guardia y nos fuimos adentro del fortín a dormir. Durante los días siguientes no hablamos del tema y así cada quien retornó a su rutina civil. Pasaron los meses- casi medio año- y una mañana recibo un teléfono de “Amós, el largo”, otro de los compañeros de la unidad de reservistas, de casi casi dos metros de alto.

“¿Te enteraste de lo que le pasó a Rami?  Lo dijeron en el noticiero de la mañana”.

Nunca escucho noticieros ya que me envenenan la existencia, y pregunté esperando lo peor “¿Qué dijeron?”

“Cuando terminó su turno nocturno con el ómnibus, iba para su casa y lo atacaron un grupo de matones, está hospitalizado. Casi lo matan, y no se sabe por qué: no le robaron nada, no tenía deudas ni préstamos con el bajo mundo… suponen que lo confundieron con otra persona.  Por eso no saco registro para portar armas: si llego a tener una conmigo, a los cinco minutos estoy camino a la cárcel… ¡Hay tanto hijo de puta dando vueltas alrededor de uno!!”

Le agradecí que me avisara y salí volando hacia el hospital.

En información me dijeron el departamento y el piso, y una vez allí me preguntaron qué relación tenía con él. “Es mi cuñado” anuncié. “Perfecto, sólo déjenos su número de teléfono porque la policía quiere interrogar cualquier persona que lo conozca. Lo atacó un grupo de ultra ortodoxos y se sospecha que un grupo de locos extremistas quieren incomunicar la zona del resto de la ciudad, intimidando a los choferes. Está al final del pasillo, habitación 327”.

Entré a la habitación deseando que no estuviera nadie de la unidad.  Sabía que Rami era hijo único de un par de sobrevivientes del Holocausto, ya bastante viejos y con problemas de salud que vivían en Haifa, por lo que no creía que parientes lejanos vinieran a visitarle. Crucé la cama de su primer vecino, un hombre mayor conectado a una mascarilla de oxígeno. Y allí surgió Rami, con su cabellera oscura sobre ese cuello de toro acostado, y su cara se iluminó con una triste sonrisa cuando me vio. Tenía el rostro desfigurado: un ojo era una masa sanguinolenta, tenía la boca hinchada, varios moretones oscuros y morados, y algunos pequeños vendajes con cintas adhesivas en los que debían ser tajos. Hizo un esfuerzo para girar la cabeza y me habló con dificultad: “Mis disculpas hermano que no te abrazo, pero tengo tres costillas rotas… me dejaron bien jodido…” “Pero ¿qué pasó? ¿quién fue?”  Con su ojo sano medio cerrado mirándome, me hizo señas con los dedos para que me acercara. Me senté con cuidado en el borde de su cama y empezó a susurrar: “Fue un amor de película, creo que estaba enamorado de Rivká como jamás lo estuve… Te juro que me cuidé.  Fui discreto, solamente te lo conté a vos.  Pero al parecer algo pasó… quizás el esposo comenzó a sospechar, quizás ella comenzó a actuar un poco distinto, quizás algún vecino o vecina la veía volver los martes con una sonrisa… quién sabe. Como sea, me asaltaron cuatro tipos por sorpresa, religiosos, grandotes y matones. Uno tenía un caño de acero de una pulgada, otro me dio con un perfil de aluminio… los tajos son de él…”

No tenía que darme explicaciones: sabía quiénes eran esos personajes que se hacen llamar “Los Guardianes de la Castidad” dentro del mundo ortodoxo religioso de Jerusalén o Bnei-Brak. Delincuentes peligrosos y criminales de familias tradicionalistas y religiosas, descubren en la cárcel que, si “retornan a la religión” y algún rabino se hace garante por su futura conducta en su “ieshivá”, les reducen la pena y los liberan condicionalmente.  Pero como un criminal no puede por arte de magia convertirse en carpintero o en santo, encontraron el modo de combinar sus talentos con lo más retrógrado de la religión: infundir miedo en el entorno. Son un tipo de policías comunitarios para convencer a los que dudan de la fe y castigar a los transgresores a las leyes, las tradiciones y la liturgia. Adúlteros, gente joven que quiere pasarse al “mundo de los laicos”, homosexuales, mujeres que les niegan el divorcio, padres que quieren huir con sus hijos a los barrios sin el terror divino. Le dije temblando de rabia “Rami, dame alguna seña, alguna pista… organizo un grupo de camaradas de la unidad y les damos una “torteadura”.  Ellos quedarán en silla de ruedas de por vida y nosotros en la cárcel por un tiempo…”

Rami empezó a girar la cabeza dolorosamente y se negó agitando una mano:

“¡No, no!  Quien va a pagar el precio es ella… Quédate tranquilo y cálmate”

Por la agitación le agarró un ataque de tos, un monitor comenzó a marcar nerviosos picos eléctricos, y una luz roja se encendió junto a un timbre sordo.  Al instante entraron a la carrera una enfermera y un médico gritándome “¿Qué hace? ¡Retírese ya mismo!”

Traté de levantarme de la cama pero Rami me aferró por mi brazo como una tenaza, y hubo un intercambio de miradas entre el equipo médico, él y yo.  Rami volvió a tirar de mi brazo y me acerqué a su boca. “Me dijeron que me lo tengo merecido, que los jerosolimitanos son gente de honor.  No al sueldo ajeno y no la mujer del prójimo” me dijeron mientras me pateaban. ¿Soy una persona indecente hermano?”

“Pero no digas pavadas: solamente un Hombre con mayúsculas puede devolver el respeto, el placer y la autoestima a una mujer. Tú eres responsable sólo de que dejó de ser un objeto, una cosa, y pasó a ser una persona. Mujer, con cuerpo, deseos, sueños, necesidades físicas, espirituales e intelectuales. Quizás infringiste sus malditas y medievales leyes, pero la liberaste. La hiciste mujer y persona libre, que te sea bien claro.” Rami me soltó el brazo y comenzó a darme palmaditas sobre él. De su ojo sano comenzaron a caer lágrimas. “Retírese por favor” repitió el médico. “Ya mismo, o llamo a los agentes de seguridad”. Me levanté y quise decir algo de despedida, pero dos personas de seguridad del hospital entraron y me sacaron a empujones de la habitación. Me invitaron a irme o esperar a los policías que ya estaban en camino, y presto escapé más para no complicar a Rami y ayudarlo a preservar su historia en secreto que por no complicarme.

Nos volvimos a encontrar en el siguiente servicio de reservistas, y no sacamos el tema.  Estábamos de maniobras así que no había guardias de a dos personas, pero una noche lo vi fumando lejos del grupo y me senté junto a él. “¿Todo bien hermano?” le dije. La brasa le iluminó la cara de rojo, como a un demonio, y tras largar el humo dijo sin mirarme “Te agradezco que no le contaste a los muchachos toda la historia. Realmente se puede confiar en ti.” Me hice el ofendido al contestarle “No seas cabrón: este grupo de bastardos combatientes son mi familia en este país. Y este corazón guarda no pocos secretos enterrados en la roca. No arena, roca.” Me miró con una sonrisa cómplice y me palmeó la rodilla, como lo hiciera en el brazo el año anterior, cuando me echaron del hospital.

Pasaron más años, y más aventuras y desventuras como reservistas: patrullas y maniobras, guardias y saltos en paracaídas, algunos incidentes armados. Hasta que hace dos meses, nuevamente Rami apareció en los noticieros y esta vez no pude huir de ellos: Desde el incidente Rami dejó los barrios ortodoxos para hacer líneas en otros barrios jerosolimitanos. Un mediodía, frente a la ciudad vieja, subió un terrorista que inmediatamente le ordenó cerrar las puertas para tomar rehenes. Rami saltó sobre el terrorista sin cerrar las puertas gritando “¡¡¡Terrorista armado, bajen todos!!!“. La gente comenzó a huir entre pánico y gritos, mientras Rami forcejeaba y dos tiros perforaron el techo del ómnibus. El terrorista le asestó un cabezazo a Rami, partiéndole la nariz, y éste cayó en el asiento de conductor. De inmediato el terrorista le disparó tres balas a quemarropa, y casi al instante dos soldados de la Policía de Fronteras abatían al terrorista. Rami murió protegiendo a sus pasajeros, árabes y judíos por igual, y fue enterrado con todos los honores, con la presencia de políticos que aprovecharon su muerte para hacer ganancia política con discursos llenos de manipulación y odio. Durante el entierro no pude sacar los ojos de los padres de Rami, seres casi destruidos por los nazis, y ahora por la tardía tragedia personal. Con los ojos lacrimosos, de pronto creí reconocerla.

En medio del público creí ver a una mujer joven, religiosa ortodoxa, vestida de luto, con dos jovencitas de la mano. Digo creo, porque estaba exaltado, aturdido del calor y los gritos de “muerte a los terroristas” y las cámaras y hombres de sonido con sus largos sostenes de micrófonos y cables, impedían ver bien. Y el sol reverberante del desierto de Judea pegando en la piedra jerosolimitana, también encandilaba.

Esa noche no pude dormir y tomé dos decisiones. La primera, saqué mi registro para portar armas y compré un revólver de calibre 38.  Nadie se sorprendió ni hizo preguntas en mi entorno luego de lo que sucedió a Rami.  Pero no lo hice por temor a terroristas o defensa personal. Hoy martes a la tarde, voy a la parada donde acostumbraba subir ella. A patrullar la zona hasta encontrarla. Hasta poder hablar con ella, aunque sea a la fuerza, para ofrecerle ayuda. Y si aparecen los sicarios de la castidad pues… ¡Fiesta latina! Me cobraré la deuda que me dejó Rami.  No por venganza, sino para ayudarla a ganar su libertad.

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2 thoughts on “Transgresora

    1. Gracias a tí Roberto, por tu comentario. Esta historia tiene su base en situaciones y personas reales, pero no es un mero testimonio sino un collage entre realidad y ficción.

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